Las calles de Lima se paralizaron el último jueves, pero la delincuencia continúa imparable. Horas después de que el Gobierno anunciara el estado de excepción para 14 distritos de Lima y Ventanilla (el Callao), en uno de ellos –Independencia– se quemaron 25 vehículos en una cochera. Según los transportistas, se trató de una presunta venganza porque decidieron acatar la huelga de hace dos días.
Pero el transporte no es el único sector puesto en jaque por el crimen organizado y mal harían las autoridades en creerlo así. En realidad, es apenas uno más en una larga fila que va desde la minería hasta los comedores populares, y que afecta a grandes, medianos, pequeños y microempresarios. El crimen está afectando a todos por igual.
Por ello, ayer, en un comunicado conjunto, la Confiep, la SNI y más de 20 gremios empresariales que agrupan a diversos sectores productivos, y que van desde el Jockey Plaza hasta Mesa Redonda, le exigieron al Ejecutivo y al Congreso que tomen decisiones “firmes frente a la inseguridad que hoy gobierna en la sombra al Perú”. Y aunque es cierto que el Gobierno es el responsable de proteger la seguridad interna y velar por la integridad de los ciudadanos, el Parlamento tiene un rol insoslayable que jugar en esta crisis y hacen bien los empresarios en destacarlo. Especialmente, cuando al final del mencionado comunicado instan a los legisladores a “derogar la última modificación al Código Penal que relajó la persecución del delito de crimen organizado”.
Como sabemos, esta ley modificó la definición de crimen organizado para que esta solo pueda circunscribirse a los grupos que buscan hacerse cargo de una economía ilegal y que solo pueda aplicarse a quienes incurran en delitos sancionados con más de seis años de cárcel. Con esto, se dejó fuera de la norma a nada menos que 59 tipos penales. Además, la ley alteró la forma en que se realizan los allanamientos, condicionando el inicio del registro de estos a la presencia de los abogados de los allanados.
Cuando se advirtió de los efectos nocivos que esta tendría, los impulsores de la norma optaron por atacar a la prensa antes que por escuchar a los expertos. Pero ahora no son los medios los que piden que sea derogada, sino también los empresarios y la ciudadanía en general. Y mal haría el Legislativo en darles la espalda a ellos.