El congresista de Fuerza Popular, Segundo Tapia, preside una sesión de la Comisión de Fiscalización, el pasado 19 de agosto del 2019. (Foto: Congreso).
El congresista de Fuerza Popular, Segundo Tapia, preside una sesión de la Comisión de Fiscalización, el pasado 19 de agosto del 2019. (Foto: Congreso).
Editorial El Comercio

Ayer, la Comisión de Fiscalización del aprobó –con votos de Fuerza Popular, el Apra, Contigo, Unidos por la República y, en algunos casos, de Alianza para el Progreso y Nuevo Perú– una serie de medidas y pedidos que parecen estar dictados todos por un mismo ánimo político: el de estoquear al Ejecutivo y, particularmente, al presidente .

El grupo de trabajo parlamentario que preside acordó, por un lado, solicitarle al pleno una ampliación de 90 días para continuar , así como facultades para investigar por 120 días el Caso Conirsa. Ambos, como se sabe, potencialmente vinculados con el jefe de Estado.

Aprobó, por otro lado, pedir ese mismo tipo de facultades para que el mandatario pronunció el pasado 28 de julio –y en el que anunció su proyecto de adelanto de elecciones– no hubiese sido aprobado previamente por el Consejo de Ministros, como manda la Constitución.

Finalmente, dispuso también la creación de una subcomisión que “investigue la metodología y las acciones que para obtener sus resultados publicados”. Una evidente forma de cargar contra la fuente de energía del presidente de la República para insistir con su ya mencionada iniciativa: el respaldo que esta obtiene en los sondeos de opinión.

Como se ve, ya sea por el lado de la siembra de dudas acerca de su probidad, por el de la constitucionalidad de su forma de proceder o por el de las cifras en las que se apoya para impulsar el adelanto electoral, las resoluciones y solicitudes de la Comisión de Fiscalización darían la impresión de ser un intento de mellar políticamente al Gobierno y a su máximo representante en el contexto del enfrentamiento que actualmente sostienen con la mayoría de bancadas congresales.

Esto, por cierto, no quiere decir que varios de esos empeños investigativos no tengan sentido. De hecho, salvo el que involucra a las encuestadoras (que son empresas privadas contratadas por otras empresas privadas y cuyo método se basa en principios estadísticos reconocidos y aplicados en todo el mundo), todos tocan materias en las que el interés del Estado –ya sea por su relación con los dineros públicos o por la importancia del respeto al orden institucional– podría haberse visto afectado.

El problema, sin embargo, es que la confluencia de todos esos afanes en el sentido que destacábamos arriba sugiere que no es precisamente el espíritu de fiscalización el que los inspira, sino que, más bien, es el prurito fiscalizador lo que está siendo utilizado como pretexto para golpear al contrario.

Viene a la mente la conocida frase “a mis amigos, todo; a mis enemigos, la ley”, de origen discutido pero sentido muy claro: la aplicación selectiva del rigor legal de parte de quien lo controla puede ser un instrumento de ataque. Y la fiscalización es una forma de rigor legal.

En el camino, además, los mismos sectores congresales que, con la ‘Ley Mulder’, la emprendieron hace poco contra los medios que les traían noticias ingratas, enderezan ahora sus baterías contra el otro frecuente portador de malas nuevas para sus intereses: las empresas encuestadoras. La idea de investigar la forma en que obtienen los resultados que publican es, en efecto, tan peregrina e intervencionista como lo sería la de ‘fiscalizar’ el modo en que los diarios o canales de televisión obtienen su información y la procesan.

Las leyes vigentes nos proveen de mecanismos para sancionar la divulgación de datos confirmadamente falsos, injuriosos o difamatorios. La vigilancia previa y eventual colocación de filtros para, supuestamente, evitar esos incidentes no es, en consecuencia, otra cosa que una coartada para interferir en el libre ejercicio de las funciones y derechos de las empresas en cuestión.

Desvirtuar por motivos políticos las herramientas de fiscalización que la Constitución les confía ha sido una mala costumbre de prácticamente todas las representaciones nacionales de las últimas décadas. Pero creemos no exagerar al decir que, en ese rubro, esta ha superado a todas las anteriores. Desde este espacio, consideramos que esta decisión de los parlamentarios es una afrenta, no solo contra los objetivos a fiscalizar (como las encuestadoras), sino también contra la ciudadanía y, en última instancia, contra la democracia.