La evidencia en contra de los congresistas que durante este período han recortado el sueldo de sus trabajadores en beneficio propio es abrumadora. Mensajes de textos, denuncias directas, informes de la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) y transferencias bancarias ponen cuesta arriba los intentos de defensa política o penal de los legisladores comprometidos. Ellos han traicionado a sus representados y envilecido la labor política a ojos de la ciudadanía.
Pero la respuesta del resto de parlamentarios ante la magnitud del problema (son nada menos que nueve los congresistas acusados) también ha sido lamentable. Como informó ayer este Diario, este fin de semana se cumplen 90 días desde que salió a la luz la primera denuncia por recortes de sueldos, en esa ocasión, en contra de la congresista Magaly Ruiz, de Alianza para el Progreso (APP). Y los procesos de sanción, sin embargo, se vienen aplazando injustificadamente, aun cuando la evidencia es contundente. Solo en el caso de la congresista María Cordero Jon Tay, su bancada, Fuerza Popular, decidió denunciarla y expulsarla de la agrupación. Una medida que debería haber sido la regla y que, más bien, constituye una excepción.
Una referencia útil, para entender la dimensión del retraso es el caso del excongresista Michael Urtecho. En octubre del 2013, Urtecho fue suspendido por 120 días del Congreso luego de que siete trabajadores lo acusaran de recortarles sus salarios. Entre la aparición de las primeras denuncias y su suspensión –que luego derivó en desafuero e inhabilitación–, transcurrieron apenas 32 días. Hoy, en cambio, siete de las nueve denuncias tienen ya más de un mes y los procedimientos para sancionarlos recién empiezan, en parte porque en la mayoría las investigaciones han tenido que ser de oficio, lo que alarga el proceso. Con 94 días encima, de hecho, Urtecho ya estaba desaforado; en los casos de Magaly Ruiz, Heidy Juárez (Podemos Perú) y Rosio Torres (APP), que se aproximan a esa marca, la Subcomisión de Acusaciones Constitucionales aún no ha iniciado ni siquiera las audiencias necesarias.
Estas demoras son, en el mejor de los casos, una falta de respeto a la ciudadanía y a la institución misma del Congreso. A los parlamentarios no parece incomodarles demasiado, por lo visto, compartir espacios de trabajo y votaciones con personas sobre quienes toda la evidencia apunta a que se han aprovechado indebidamente del puesto. Tampoco les incomoda que, pese a lo obvio, sigan cobrando un sueldo pagado con el dinero de todos los peruanos mes a mes. Los casos pasan meses en agua tibia.
Lo más probable, por supuesto, es que este reprochable comportamiento tenga tres motivos de fondo. El primero es simple cálculo político. Después de todo, la votación para la siguiente Mesa Directiva está cerca y cada voto adicional cuenta. El segundo es preservar esta aura de protección entre congresistas que promueve la impunidad de sus miembros aun cuando los casos son claros. Nunca se sabe –pensará algún parlamentario con rabo de paja– cuándo será su turno de sentarse en el banquillo de los acusados y, en ese caso, el hábito de dilatar los procesos no suena tan mal. Finalmente, no se puede descartar que, así como se han detectado nueve parlamentarios ‘mochasueldos’, el número real sea mucho mayor, por lo que esta condescendencia hacia los señalados podría ser una forma de defensa preventiva de quienes han incurrido en el mismo delito.
La factura, por supuesto, la paga la institución misma. El descrédito del Congreso está cerca de los mínimos históricos (apenas un 13% lo respaldaba en mayo de este año, de acuerdo con Ipsos), y cada semana acumula más motivos para su desaprobación. En un clima político tan volátil y vacío de liderazgos, los congresistas continúan sin notar la debilidad de su propia posición, y la manera en que activamente contribuyen a erosionarla día a día. Al final, el costo de proteger a quienes han traicionado su encargo es el desprestigio de todos.