Probablemente una de las peores costumbres que ha desarrollado la sociedad peruana es aquella que consiste en ver como inevitable o habitual la condena de altas autoridades por delitos dolosos. Tres expresidentes –todos de diferente signo político– comparten espacio en una prisión que sirve de símbolo de lo que ha sido parte de la historia del Perú de las últimas décadas.
Pero el panorama estaría incompleto sin la triste participación de las autoridades subnacionales en esta trama. Son decenas de alcaldes y gobernadores regionales los que han enfrentado serias imputaciones de corrupción en los últimos años, muchos de ellos fugados y otros ya en prisión efectiva. Entre los actuales gobernadores, más de la mitad asumió el cargo este año con procesos penales en curso. Este mes, de hecho, la Sala Penal de Apelaciones Transitorias de Junín condenó en segunda instancia a Vladimir Cerrón, líder de Perú Libre y exgobernador de la misma región, a tres años y seis meses de prisión efectiva por colusión.
La semana pasada, Elmer Cáceres Llica, exgobernador de Arequipa, se unió a la lista de líderes condenados. El Juzgado Penal Unipersonal Supraprovincial Especializado en Delitos de Corrupción de Funcionarios de Arequipa lo condenó a siete años de prisión por el delito de colusión agravada por la adquisición innecesaria –cuando fungía de alcalde la provincia de Caylloma– de 232 butacas para el funcionamiento del coliseo municipal La Montera en la localidad de Chivay. Según el juzgado, Cáceres Llica autorizó la compra en concertación ilegal con Antonia Magaly Lara.
Los líos con la justicia de Cáceres Llica han salpicado toda su política. En noviembre del 2021, el Poder Judicial dictó 24 meses de prisión preventiva contra él por, según la fiscalía, liderar la organización criminal denominada Los Hijos del Cóndor. Los delitos imputados en esa ocasión eran organización criminal, cohecho activo genérico y cohecho pasivo impropio. El Ministerio Público acusó al funcionario de otorgar terrenos, obras y dádivas a consejeros regionales e integrantes de asociaciones civiles a cambio de apoyo político.
Cáceres Llica no era un gobernador regional cualquiera. Tenía aspiraciones para saltar al escenario político nacional a través de posturas radicales antimineras (fue, por ejemplo, uno de los principales opositores al proyecto Tía María) y de posiciones profundamente irresponsables y fuera de lugar (se recuerda la carta que le habría enviado en el 2020 al presidente de Rusia, Vladimir Putin, para solicitar la vacuna rusa contra el COVID-19, o su llamado a consumir dióxido de cloro durante la misma emergencia). Ahora, su condena por corrupción –mientras siguen vigentes otros procesos en su contra de mucha mayor envergadura– cierra su círculo de despropósitos.
Cáceres Llica, sin embargo, puede ser correctamente percibido como un ejemplo paradigmático de un tipo de gobernadores regionales y de alcaldes que permanece enquistado en el aparato público subnacional. El país, decíamos, se ha acostumbrado a tolerarlos o a tomarlos como actores inevitables del ecosistema político regional. No obstante, su presencia debe ser más bien entendida directamente como una afrenta a la democracia y al funcionamiento del Estado; una que bloquea activamente la creación de riqueza para los ciudadanos y la provisión de servicios públicos del Estado. Es un ejemplo paradigmático, en otras palabras, de lo que el Perú ya no puede tolerar.