Editorial El Comercio

La semana que empieza mañana será la última de la primera mitad del 2024. Con seis meses ya transcurridos, se hace mucho más claro anticipar los números con los que podría cerrar la peruana un año después de la recesión del 2023.

A diferencia del año pasado, en que cada mes el Ministerio de Economía y Finanzas proyectaba tasas de expansión que luego resultaban en exceso optimistas, esta vez las revisiones han sido muy ligeras. Entre diciembre del 2023 y hoy, los estimados de crecimiento del PBI del 2024 se han movido por lo general en un rango corto de entre 2,5% y 3%, aproximadamente. Las últimas proyecciones del Banco Central de Reserva (BCR), publicadas el viernes pasado en su reporte de inflación, se ubican cerca del límite superior de esos estimados: el ente emisor calcula 3,1% de crecimiento en el año. Tras la información del PBI de abril (5,3% de expansión interanual, por encima de lo esperado), la mayoría de empresas especializadas también han ido ajustando levemente al alza sus pronósticos.

El consenso es, pues, que tanto este año como el próximo la economía nacional cerca de 3%. Organizaciones como el Fondo Monetario Internacional, acostumbradas a realizar proyecciones con horizontes más largos, sugieren que esa sería también la tasa de los años siguientes.

Con esto, el Perú desperdiciaría una enorme oportunidad para crecer con la velocidad que le deberían permitir los altos precios de los minerales –sobre todo del cobre– en un contexto de resiliencia insospechada de la economía global. El BCR estima que la inversión privada crecería solo 2,4% este año; como referencia, esta creció todos los años entre el 2005 y 2012 a doble dígito (con excepción del 2009) con un precio del cobre en promedio más bajo del que se registra hoy. El Perú debería estar rebosante de nuevos capitales para desarrollar minería y otros sectores, pero no es el caso.

La explicación no es difícil. Cualquier medición seria apunta a que el Perú, más bien, estaría perdiendo competitividad frente al resto del mundo. Difícilmente trascurre un mes sin que alguna institución global identifique nuevas debilidades. Esta semana, por ejemplo, se conoció que el país descendió ocho puestos en el ránking mundial de competitividad de Centrum PUCP y el Institute of Management Development de Suiza. Con ello, iguala su peor desempeño histórico del 2022, en el puesto 63 de 67 economías, apenas cuatro puestos por encima del último lugar.

Si bien es cierto que algunos –como la agencia S&P y su rebaja en la calificación de la deuda peruana– llaman la atención sobre la lenta erosión de las fortalezas macroeconómicas, la preocupación central está en la disfuncionalidad del sistema político y sus consecuencias para el desarrollo nacional. Con el caos que se anticipa para las elecciones generales del 2026, no es difícil adivinar el motivo por el cual muchos empresarios se mantienen escépticos de seguir invirtiendo y contratando. En consecuencia, las familias peruanas aún están relativamente lejos de alcanzar los niveles de gasto real que tenían antes de la pandemia, situación que no se repite en la mayoría de países vecinos.

El Ejecutivo y el Congreso no pueden ser simples espectadores privilegiados del proceso de deterioro económico. Sentar las bases para alcanzar tasas de expansión por encima del 4% a partir del próximo año debería ser una prioridad indiscutible, más aún con las cifras de pobreza en constante aumento. El problema de fondo por supuesto es que, en realidad, gobiernos y congresos recurrentes no han sido solo espectadores, sino protagonistas de la caída.

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