Editorial El Comercio

Entre los servicios públicos más fundamentales, la seguridad ciudadana tiene dos características que la hacen especial. La primera es que, a diferencia de otros como la educación, salud o infraestructura, sus procesos de deterioro no necesariamente suceden a lo largo de décadas de negligencia; pueden desencadenarse, más bien, en una violenta y rápida espiral de decadencia en la que los y la sensación de impunidad se refuerzan mutuamente.

La segunda característica guarda relación con la esencia del Estado. Una nación puede ser viable aún con bajos índices de electrificación o saneamiento –por mencionar solo algunas responsabilidades del aparato público–, pero es inviable cuando el Estado de derecho y las garantías de seguridad personal se pierden del todo.

Por eso las recientes estadísticas sobre la criminalidad en el país no deben ser pasadas por agua tibia. De acuerdo con un informe publicado ayer por la Unidad de Periodismo de Datos de este Diario (ECData), las denuncias por ante la PNP subieron un 27% desde el 2018, la mayoría de ellas ligadas a delitos contra el patrimonio (como el hurto o robo). Entre las regiones más afectadas se encuentran Madre de Dios, Lambayeque y Arequipa.

En general, el Perú es el segundo país en la región (luego de Ecuador) donde más se ha deteriorado la percepción de seguridad. Tres de cada cuatro ciudadanos peruanos opinan que la delincuencia ha subido en los últimos cuatro meses. Para las mujeres, la sensación de es aún mayor.

Sin duda, los casos más sonados y terribles, como el asesinato en San Miguel del 6 de febrero que acabó con las vidas de seis personas, incluyendo dos menores de edad, contribuyen a esta percepción. Pero el problema es mucho más generalizado que circunstancial. Entre enero y noviembre del 2022, por ejemplo, se registraron cerca de 300 asesinatos por encargo, alrededor de uno por día, solo en Lima. Especialistas calculan que las organizaciones criminales dedicadas a la extorsión podrían recaudar anualmente casi S/2.000 millones amenazando a pequeños y medianos empresarios. La inseguridad, se mida como se mida, parece estar creciendo a pasos rápidos, cada vez más violentos, y amenaza con salirse eventualmente de control.

La respuesta desde las autoridades ha sido insuficiente. A lo largo de los últimos años, más de un ministro ha preferido hacer caso omiso de la evidencia y ha optado, más bien, por decir que se trataba apenas de “percepciones” de la población. En el ámbito municipal, el mismo informe de ECData revela que, en 10 distritos de Lima, hay menos de un sereno por cada 1.000 habitantes. En Breña y Santa Rosa no existen cámaras de seguridad municipales, mientras que en San Juan de Miraflores sí hay 120 de estas… pero todas se encuentran averiadas. La coordinación con la policía es, en más de un caso, mínima, y el equipamiento tecnológico, precario.

Ningún gobierno puede permitir que la situación de inseguridad ciudadana se empiece a salir de las manos, y mucho menos uno tan débil como este. La estabilidad democrática del Perú en los siguientes meses no solo depende de esta torpe danza entre el Ejecutivo y el Legislativo respecto del adelanto de elecciones, o de la respuesta a las protestas en el sur del país, sino de que los intereses ilegales no puedan disponer de terreno libre para imponerse sobre los ciudadanos y las fuerzas del orden. A pesar de la crisis política que atraviesa nuestro país, este es un problema que la gestión de la presidenta Dina Boluarte no debe pasar por alto.

Editorial de El Comercio

Contenido Sugerido

Contenido GEC