Editorial El Comercio

Debería ser obvio que, a la larga, todas las instituciones –públicas o privadas– responden a las decisiones de aquellos en el poder. Si se quiere empezar con buen pie este 2024, es fundamental que las personas que encabezan las entidades más importantes para el funcionamiento de la democracia demuestren que pueden trabajar juntas en objetivos que vayan más allá de su agenda personal. Esta es una reflexión que vale como derrotero institucional, pero a estas alturas debería también estar claro que la guerra generalizada entre autoridades tarde o temprano acaba mal para todos sus entusiastas participantes.

La lección que deja el destino de los sucesivos congresos y presidentes de la República desde, al menos, el 2016 en adelante es que nadie gana en el todos contra todos político. Y los perdedores no son solo los partícipes del conflicto, sino las instituciones que lideran y, por extensión, el país entero. Recientemente, además, el Ministerio Público y la Junta Nacional de Justicia se han sumado al nutrido elenco de protagonistas del desgaste institucional, extendiendo la crisis a lo más profundo del sistema de justicia.

Así, la caída de la confianza –que se reporta entre las más bajas de la región según un informe publicado ayer en este Diario– tiene entre sus causas estructurales la sensación de que los más altos representantes de los poderes del Estado no tienen mayor interés en seguir agendas institucionales. Lo que es peor, no se halla motivos para el optimismo de cara a los futuros comicios generales programados para el 2026. En la encuesta del Banco Central de Reserva del Perú de finales de octubre pasado, el principal factor limitante del crecimiento de los negocios, según varias empresas encuestadas, fue precisamente la inestabilidad , por encima de otros problemas como la conflictividad social (segundo lugar) o la burocracia ineficiente (tercer puesto).

¿Qué agendas se siguen entonces? Las personales y las funcionales a grupos de interés legítimos, ilegítimos o ilegales. Las fuentes de conflicto de los últimos años no han sido ideológicas (al menos eso le hubiese prestado un cariz de respetabilidad democrática y sinceridad). No han sido –estrictamente– discusiones que enfrentaban visiones de izquierda o de derecha. Han sido algo mucho más pueril: el fraccionamiento, el acomodo y la traición por cuotas de poder para beneficiar intereses particulares. Mafias de todo tipo se ven bien representadas en esta historia.

En ese sentido, la reconciliación entre instituciones y personas debe pasar primero, necesariamente, por la aceptación de las culpas y la sanción cuando corresponda. No hay paz en la impunidad, sino complicidad. Organizaciones que llevan en su seno malos elementos no pueden ser parte de ningún proceso de restructuración política nacional. Esta es la lucha que no puede dejar de darse, aun si tiene costos políticos en el corto plazo. Demanda firmeza y valentía. Y es la única manera, al fin y al cabo, de tener un país que apunta al mismo objetivo de desarrollo, al margen de la ideología política.

Estos días de asueto deberían ser ocasión para que el país pueda ponderar sobre la trayectoria que lleva a causa, principalmente, de sus líderes políticos. Y, sobre todo, para que estos últimos encuentren un espacio de reflexión que les permita notar que, al ritmo que llevan, la historia no acaba bien para ninguno. Si el espíritu de confraternidad y unión nacional de estas fiestas no es suficiente para despertar el trabajo desinteresado y en conjunto, por lo menos debería serlo la preservación del sistema democrático en el que se desempeñan y su propia supervivencia.

Editorial de El Comercio