La democracia en América Latina no pasa por su mejor momento. Aparte de las dos dictaduras que llevan años concitando la atención del mundo entero –el castrismo en Cuba y el chavismo en Venezuela, ambas sobrevivientes a la muerte de sus líderes originales–, hay una tercera que viene mostrando su naturaleza despótica y asesina por lo menos desde hace cuatro años.
En Nicaragua, el régimen de Daniel Ortega decidió en estos últimos días despojar de la nacionalidad a 317 opositores o críticos. La movida es un clásico en el manual de las dictaduras globales.
La decisión, por supuesto, viola las normas internacionales y también la propia Constitución Política de Nicaragua, que estipula que “ningún nacional puede ser privado de su nacionalidad. La calidad de nacional nicaragüense no se pierde por el hecho de adquirir otra nacionalidad”. Entre los afectados se encuentran el obispo Rolando Álvarez, los escritores Sergio Ramírez y Gioconda Belli, y el excomandante de la revolución Luis Carrión.
El destierro de opositores era algo previsible (aunque no necesariamente su magnitud). Ortega, como cualquier autócrata, es conocido por mostrar nula tolerancia a cualquier tipo de crítica o competencia. En preparación para las elecciones del 2021, por ejemplo, el régimen sandinista que lidera arrestó, inhabilitó o forzó el retiro de cualquier candidato que pudiera tener algún protagonismo aparte de Ortega. Observadores electorales internacionales como la OEA tampoco pudieron supervisar el proceso. Su administración –ininterrumpida desde hace 16 años– ya es fruto del fraude y el abuso de poder.
Los gobiernos democráticos de América Latina tienen la obligación de manifestarse firmemente en contra de lo que es, a todas luces y ya sin tapujos, el tercer régimen dictatorial en la región. Sin embargo, los pronunciamientos han sido, en su mayor parte, tímidos. El Gobierno Colombiano de Gustavo Petro –tan locuaz, embustero y desmedido cuando se trata del Perú– expresó apenas su “preocupación” por el despojo de nacionalidades e hizo un llamado a “generar medidas de confianza que contribuyan a la reconciliación nacional, al respeto del Estado de derecho y al bienestar del pueblo nicaragüense”. México, Argentina y Brasil tampoco han tenido posturas contundentes. Chile, también liderado por la izquierda como los anteriores, figura aquí como una honrosa excepción; Antonia Urrejola, canciller del presidente Gabriel Boric, manifestó este jueves que Nicaragua “cada día más se trata de una dictadura totalitaria” y que, respecto de los disidentes nicaragüenses, “no solo les quitan la nacionalidad y les confiscan los bienes, sino que también han sido declarados prófugos de la justicia”.
Cuando los gobiernos, con tendencias autocráticas entran en este proceso totalitario, su período de caducidad se torna absolutamente impredecible. Cuba lleva más de 60 años bajo el yugo castrista. Venezuela se acerca al cuarto de siglo bajo el chavismo. La propia dictadura de los Somoza, en Nicaragua, duró cuatro décadas. El apoyo internacional en los siguientes meses y años será indispensable para preservar los derechos de los nicaragüenses y evitar que Ortega –quien ya tiene a su esposa como vicepresidenta– instale otro proyecto longevo en el continente. Las afinidades ideológicas entre gobiernos de izquierda jamás pueden justificar hacerse de la vista gorda ante atropellos como el de los sandinistas. Esa lección no parece haber calado aún en diversas administraciones latinoamericanas.
Hace cuatro décadas, Ortega ganó reconocimiento en su país por su oposición al infame gobierno de los Somoza. Hoy, irónicamente, su legado se acerca cada vez más hacia aquel de quienes combatió en su juventud. La comunidad internacional tiene la obligación de hacer lo que esté a su alcance para evitarlo, sin colores políticos de por medio.