El proceso que se inició con el anuncio de una adenda al contrato para la construcción del aeropuerto de Chinchero y culminó con la reciente noticia de que tanto el contrato como la adenda serán “dejados sin efecto” por el Estado ha sido como contemplar una loca carrera del gobierno hacia el despeñadero, pero en cámara lenta. Porque a cada marcha y contramarcha del Ejecutivo sobre el nuevo arreglo contractual, venían a la mente las ocasiones en que, con solo diez meses en el poder, los máximos representantes de esta administración han dicho y se han desdicho ya respecto de tantas materias. Y el temor de que esta vez no estuviésemos ante una excepción, era permanente.
En honor a la verdad, desde el principio fue posible detectar, por lo menos en el propio ministro de Transportes y Comunicaciones, Martín Vizcarra, dudas sobre la idoneidad de la adenda. No parece casual, en efecto, que fuera partidario de paralizar la firma del documento ante la sola ‘exhortación’ de una comisión del Congreso para que lo hiciera, ni que finalmente la encargada de firmarlo fuese una de sus viceministras, o que algún tiempo después les dijera a los cusqueños (a propósito del contrato con adenda ya firmada): “Si ustedes me dicen que lo anulemos, lo hacemos”.
La determinación del presidente Kuczynski, sin embargo, era absoluta. O al menos, así lo parecía. Dos días después de la paralización de la firma a la que aludíamos, él apareció en un mensaje televisado a explicar, con pizarra y plumón en la mano, la posición del Ejecutivo y afirmó que, si bien en el contrato original “no se había dado de manera correcta la cooperación entre el público y el privado”, ahora se había encontrado una solución. “Aquí se ha saneado el proyecto y por eso queremos ir adelante y no dejarnos intimidar”, sentenció. Y en un gobierno cuya ventaja comparativa radicaba supuestamente en su consistencia técnica, aquello sonaba definitivo.
Las objeciones provenientes de la oposición y la contraloría, no obstante, surgieron, y hasta se convocó al ministro Vizcarra a una interpelación parlamentaria que finalmente no se produjo, como efecto de un tácito acuerdo político para dejarlo atender con tranquilidad la emergencia de El Niño costero. Pero, como era previsible, la iniciativa fue retomada no bien superado el momento más duro de la crisis.
Y así, de pronto, tras una sesión en el pleno en la que no se aportó ningún argumento nuevo y una posterior reunión con representantes de la contraloría, el titular de Transportes aparece ante la prensa para declarar que, a pesar de la adenda, el contrato con Kuntur Wasi será “dejado sin efecto” porque “no ha generado el respaldo ni de los grupos políticos ni de la propia contraloría”. Y unas horas más tarde, renuncia…
¿Pero es que acaso no estaba el Ejecutivo convencido de sus argumentos técnicos para insistir en su versión modificada del proyecto? ¿Se supone que su tarea de sacar adelante decisiones que le competen solo a él estará siempre en ascuas cuando no tiene el respaldo de otros grupos políticos o la contraloría (que no es una entidad a la que le corresponda expresar apoyos espirituales a iniciativas del gobierno, sino evaluar los riesgos para el gasto público que entrañan)? ¿Cuál es el mensaje de esta administración a los sectores más hostiles de la oposición que, al parecer, se complacen en verlo retroceder y sacrificar a sus piezas más emblemáticas ante cualquier asomo de tormenta política? Finalmente, ¿cuál es la imagen que esta actitud vacilante del gobierno transmite a quienes quieren invertir en el país?
Como en el caso de la amenaza de hacer una cuestión de confianza si se le censuraba a un anterior ministro, el gobierno ha acabado por bajar la cabeza y abdicar de su autoridad en lo técnico y en lo político: un acto que constituye una nueva decepción en lo que concierne al presente y un muy mal augurio para los cuatro años de poder que le quedan por delante.