Editorial El Comercio

Un sin representación parlamentaria significativa es un gobierno cuya vida discurre de una crisis a otra. Lo aprendió amargamente Pedro Pablo Kuczynski cuando llegó a la presidencia; y también su sucesor, Martín Vizcarra, quien pensó que una alta popularidad bastaba para tener a la representación nacional contra las cuerdas y, sin embargo, fue arrasado por el caos político que tan denodadamente contribuyó a crear. La misma lección le tocó aprender a la actual mandataria cuando llegó a Palacio, solo que en su caso el proceso fue más rápido. Nada más ceñirse la banda presidencial, en efecto, ella comprendió que sus planes de extender su mandato hasta el 2026 –como ordenaba y ordena la Constitución– dependía de la buena disposición de una difusa mayoría congresal que lo que buscaba era, esencialmente, tener a una persona funcional a sus intereses al frente del Ejecutivo. Y se sometió a ello sin dudas ni murmuraciones.

No es esa, por cierto, la única razón de que la presente administración no haya conseguido hasta ahora éxitos relevantes en materia económica o de seguridad (por mencionar solo dos de las áreas en las que sus deficiencias resultan clamorosas), pero es claro que, aparte de sus propias incapacidades, el temor de llevarle la contra al Legislativo explica en gran medida la parálisis o, mejor dicho, el retroceso que vivimos.

De un tiempo a esta parte, desde la plaza Bolívar se han puesto sistemáticamente en marcha planes para retroceder en lo poco que se había avanzado en asuntos que tienen que ver con la educación, el transporte, la minería ilegal, el ahorro previsional y otros, y el Gobierno ha sido, en general, un mudo testigo del festín populista. Es decir, no ha ejercido su derecho ni ha cumplido con su deber de ser un contrapeso al Parlamento. De explicarle a la opinión pública, en última instancia, por qué tales iniciativas son perniciosas y cómo van a afectar a los peruanos.

Con la excusa de que las votaciones con las que fueron aprobadas en el pleno indicaban que serían sancionadas por insistencia, distintos ministros –pero, sobre todo, el de Economía– han tratado de justificar esas omisiones, y hasta han llegado a argumentar que tal comportamiento sería deseable para evitar que la gente tenga la impresión de que existe un enfrentamiento entre poderes. Como si lo que se esperase de ellos no fuese precisamente una dinámica de balance y fiscalización mutua...

Fue, sin embargo, el propio titular del , el que, en un rapto de sinceridad, describió esa situación en una reciente entrevista radial y provocó una tormenta política que hasta ahora no amaina. Varios de sus compañeros del Gabinete y la mismísima presidenta Boluarte salieron a refutarlo enérgicamente; y, como se sabe, el ministro terminó pidiendo perdón por haber dicho la verdad. La debilidad del Gobierno, no obstante, es tan palmaria que, en una entrevista publicada ayer en este Diario, uno de sus objetores, el titular de Transportes y Comunicaciones, Raúl Pérez-Reyes, sostuvo que “el Ejecutivo no tiene capacidad de imponer una reforma política” y que “probablemente como ningún otro [enfrenta] la necesidad de tener una apertura y diálogo permanente con todos los sectores”: dos formas eufemísticas de corroborar lo señalado por Arista.

Insistir entonces en catalogar a este gobierno como débil es ocioso. Lo preocupante, más bien, es la desesperación de sus voceros por negar lo evidente: en el fondo, un síntoma en sí mismo del referido cuadro. Un síntoma que expresa, una vez más, el temor de que en el Congreso alguien se pueda sentir aludido y demande nuevas excusas. Más que debilidad, en consecuencia, lo que habría que decir es que lo que este gobierno padece es una auténtica anemia política. Un trance del que no se sale lanzando arengas encendidas, sino buscando algo de coraje en las reservas morales que pudieran quedarles a la presidenta Boluarte y a sus ministros. Parece difícil, pero no hay que dejar de exigirlo.

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