Ayer en la mañana, Walter Ortiz presentó su renuncia como ministro del Interior, cargo en el que se desempeñaba desde inicios del mes pasado, y fue reemplazado por Juan José Santiváñez. Pese a la brevedad de su paso por el sector, Ortiz se retira con una investigación fiscal abierta por la supresión del grupo policial que apoyaba al Equipo Especial de Fiscales contra la Corrupción del Poder (Eficcop), que le granjeó además múltiples cuestionamientos entre quienes leyeron en aquella disposición un castigo por el allanamiento a la casa de la presidenta Dina Boluarte en Semana Santa y un intento desesperado por frustrar la detención del hermano de esta el viernes pasado.
En buena cuenta, podría decirse que Ortiz ha terminado cayendo por errores de la mandataria. Tal y como su antecesor, Víctor Torres Falcón, comenzó su viaje al despeñadero luego de pasar al retiro de manera controversial al entonces general de la Policía Nacional del Perú Jorge Angulo. Aunque luego Torres hizo méritos suficientes para dejar el cargo por propio esfuerzo. De cualquier forma, se trata de dos ministros que tuvieron que dar un paso al costado cuestionados por acciones que en última instancia implicaban a la presidenta. Sin embargo, esto no es lo más grave del relevo de Ortiz, sino el hecho de que, con él, ya son cinco los titulares del Interior que dejan el cargo en menos de un año y medio del gobierno de Boluarte, y 13 en total los que han encabezado ese sector desde el 28 de julio del 2021, cuando comenzó el actual quinquenio.
Como este Diario informó en abril, el Ministerio del Interior del Perú se ha convertido en el más inestable entre sus pares en América Latina, una región que de por sí está plagada de volatilidad política y gobiernos endebles. En la última década, nuestro país ha tenido 27 ministros del sector; esto es, el doble que Brasil y Ecuador, casi el triple que Chile, y seis veces el número de funcionarios de este tipo que El Salvador. El gobierno que más se esforzó por abultar esta cifra fue el de Pedro Castillo, que trató de instrumentalizar el sector para fines particulares y no dudó en colocar a su cabeza a funcionarios incompetentes, y remover a los pocos que intentaron conducirse con algo de autonomía. Su sucesora está a un solo ministro de igualar dicha marca y dejando, además, las mismas preocupaciones de estar afectando la labor del ministerio con sus acciones.
Toda esta inestabilidad, por supuesto, tiene reverberaciones en el desembalse de criminalidad que el Perú viene atravesando desde el final de la cuarentena. En las últimas semanas, por ejemplo, este Diario ha informado sobre la presencia de una peligrosa facción del Tren de Aragua en Puente Piedra, sobre el asalto al alcalde de Comas y sobre los ataques en manada a camiones en las carreteras del norte del país. Ante el inmovilismo del Gobierno Central, otros actores empiezan a formular medidas más estridentes que técnicas, como los múltiples proyectos de ley que se presentan cada mes para tipificar el delito de “terrorismo urbano” o los insistentes pedidos de alcaldes limeños para armar a sus serenos.
Es cierto que el problema de la inseguridad en nuestro país es complejo y que no se resolverá de la noche a la mañana. Pero también es verdad que esta administración ha hecho muy poco –por no decir nada– por intentar arreglar este problema y que ninguna solución será posible mientras siga manteniendo esta política de ministros interinos en el sector Interior. Como sabemos, con los cambios de ministros suelen venir también rotaciones de funcionarios de confianza como asesores, secretarios y directores, y estos suelen retrasar decisiones sobre dónde y cómo gastar el presupuesto. Y esta es una responsabilidad que sí puede atribuírsele directamente a la presidenta de la República.