En la economía, hay variables que reaccionan casi de inmediato ante cambios en la coyuntura y otras que suelen más bien tomarse un tiempo en madurar y adaptarse. Entre las primeras se cuentan, sobre todo, las financieras, como por ejemplo el tipo de cambio o el valor de las acciones. Su precio salta o se desploma en cuestión de segundos. Las otras, en cambio, absorben poco a poco la información nueva y –cual buque en movimiento– frenan o cambian de curso con cierto rezago. Es el caso, por ejemplo, de la inversión, el PBI y el empleo.
Son estas últimas las que, a pesar de su extenso tiempo de reacción, empiezan a preocupar seriamente. De acuerdo con el último reporte de inflación presentado el viernes por el Banco Central de Reserva del Perú (BCR), este año el PBI crecería 2,6%. El mismo ente emisor proyectaba una expansión de 2,9% en diciembre pasado. Para ponerlo en contexto, vale la pena recordar que el Perú creció en promedio 4,5% al año en las primeras dos décadas del siglo. En cuanto a la inversión, esta sería menor en 0,5% que la registrada durante el 2022, lo que marcaría el segundo año consecutivo de contracción. La caída de la inversión minera debido a la culminación de la etapa de construcción de la mina Quellaveco, en Moquegua, explica una parte de la reducción, pero también se han deteriorado las proyecciones para la inversión no minera en los últimos tres meses.
Esta desaceleración de la actividad económica –que redunda en menos empleo de calidad y peores cifras de pobreza– se sentía ya desde la segunda mitad del año pasado y era previsible. Ningún país puede crecer y esperar que los inversionistas locales o extranjeros continúen apostando por él sin un mínimo de predictibilidad. “La mayoría de los indicadores contemporáneos y adelantados relacionados a la inversión privada continúan presentando un comportamiento desfavorable debido a la persistencia de la incertidumbre política”, indica el documento del BCR.
Durante todo el período de gestión del expresidente Pedro Castillo, las expectativas económicas estuvieron en terreno negativo. Con el rezago típico, eso pasa hoy factura. Las decisiones de inversión que no se tomaron entonces, las vacantes laborales que no se abrieron, las compras familiares grandes que se postergaron, todo ello toma tiempo en madurar, pero –eventual e inexorablemente– sucede.
El gobierno de la presidenta Dina Boluarte heredó, pues, una economía en desaceleración y que en los últimos meses además ha tenido serias dificultades. En enero, las protestas motivaron una caída de más de 1% del PBI, la primera cifra negativa en casi dos años. Para el primer trimestre de este año, la mayoría de analistas opina que el crecimiento será nulo, debido a los efectos de la convulsión social y las lluvias. Los ingresos reales de las familias urbanas siguen, en promedio, bastante por debajo de sus niveles prepandemia, y no hay mucha expectativa de que se recuperen pronto.
Este último punto es fundamental. Una economía dinámica con mejores sueldos implica una dosis de oxígeno político que en estos momentos no le vendría mal al Ejecutivo. Y esto solo es posible minimizando la causa central de la ralentización actual: la inestabilidad política. La economía peruana tiene los fundamentos necesarios para volver a tasas de crecimiento muy por encima del promedio regional. A juzgar, sin embargo, por las últimas proyecciones, no parece que a nadie le importe el tema demasiado.