Editorial: Así no
Editorial: Así no

Pese a que las encuestas de los días previos hacían presagiar que el pueblo colombiano acudiría a las urnas para refrendar, en su mayoría, el Acuerdo de Paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), los resultados del domingo por la tarde arrojaron un sorpresivo triunfo del No con un 50,21% (6’431.376 de votos) frente a un Sí que quedó relegado a poco más de 50.000 votos de diferencia con el 49,78%.

Luego de cuatro años de negociación, el acuerdo que fuera anunciado en setiembre del 2015 en La Habana y firmado hace poco más de una semana en Cartagena ha sido rechazado por la mayoría de colombianos, y es comprensible entender por qué.

No se trata de una negativa irracional, como el líder de la guerrilla Rodrigo Londoño (a) ‘Timochenko’ aseguró tras conocer los resultados, cuando con notable desparpajo lamentó que “el poder destructivo de los que siembran odio y rencor haya influido en la opinión de la población colombiana”. Más allá de que puedan subyacer los intereses políticos de algunos, no podemos asumir la posición simplista de que nuestros vecinos que tanto han sufrido el flagelo del narcoterrorismo prefieran la guerra a la paz, y que el odio haya primado por encima de la reconciliación. El voto negativo –aunque difícil porque impide cerrar uno de los capítulos más tristes de la historia colombiana y mundial– también representa un cuestionamiento válido contra algunos de los puntos más urticantes del acuerdo que representan –para un sector importante del país norteño– la impunidad que caracteriza una justicia pírrica.

Entre las principales críticas a los acuerdos preparados en Cuba, se puede destacar la concesión de diez escaños en el Parlamento colombiano (cinco senadores y cinco diputados) para las FARC y 16 más en nuevas circunscripciones electorales a crearse tras la instauración de la guerrilla como movimiento político. Algo que nada a contracorriente del axioma democrático de que los votos se ganan y no se regalan.

Otra de las concesiones más enojosas –como mencionamos anteriormente en este Diario– era la opción de que los guerrilleros que confiesen sus crímenes no purguen prisión o tengan penas reducidas (de 5 a 8 años para quienes confiesen tardíamente los crímenes de mayor gravedad y 20 años para quienes no lo hagan y sean encontrados culpables), y la instalación de una judicatura exclusiva para el proceso –Justicia Especial para la Paz– que podría beneficiar a los responsables de los crímenes.

Se tratan, pues, de medidas que atentan contra los principios de justicia de todo Estado de derecho, y que organizaciones defensoras de derechos humanos como Human Rights Watch (HRW) –que difícilmente podría ser considerada como un agente de odio y rencor– han cuestionado por sus “serias inconsistencias que podrían utilizarse para limitar indebidamente la rendición de cuentas de responsables de graves abusos”.

Así, a pesar de que se entiende que en un acuerdo es inevitable hacer compromisos, cuando ellos representan una vulneración tan grave a elementos vitales de una democracia como la justicia, entonces, se convierten en un trago demasiado amargo para digerir.

Estas críticas, sin embargo, no deben llevarnos a soslayar el compromiso de los otros 6 millones de colombianos que abogaron por los acuerdos en las urnas, particularmente de aquellos habitantes de ocho de los once departamentos más desangrados por el terror que –en una muestra laudable de sacrificio– priorizaron la instauración de una paz tan necesaria como polémica por los principios y derechos que se dejaban de lado. Un ejemplo de que, para muchos, las dolorosas licencias entregadas a la guerrilla eran aceptables en aras de terminar el terror que, en sus 52 años de vigencia, ha dejado números escalofriantes: 263.000 asesinados, 6 millones y medio de desplazados, 37.000 secuestros, 45.000 desaparecidos y el trauma de 1.982 masacres.

El resultado del plebiscito probablemente haya dejado muchas dudas y desesperanza porque aún no se ha alcanzado el objetivo final; pero, a su vez, puede representar una oportunidad para que el país sudamericano construya un nuevo acuerdo y una paz que satisfaga a su población y que no se atragante en el sinsabor de la impunidad. Y que, por ello mismo, sea duradera.