A los 90 años, Fidel Castro ha muerto, y algunas semblanzas y notas necrológicas divulgadas ayer pueden crear en las personas poco informadas la falsa impresión de que, como dijo el líder de las FARC Rodrigo Londoño (a) ‘Timochenko’, “ha partido uno de los grandes hombres de América”, cuando en realidad fue, simplemente, el dictador más sanguinario, represivo y duradero de Latinoamérica.
El propio Castro se pasó más de la mitad de su vida tratando de convencer a quien quisiera escucharlo de que la historia lo absolvería, pero si esta consiste en un recuento de los hechos y los actos puros y duros ejecutados por él o bajo sus órdenes desde que tomó el poder en Cuba, en 1959, semejante aspiración tiene pocos visos de llegar a concretarse.
En el alegato que escribió en 1953 para defenderse durante el juicio que se le siguió por el asalto al cuartel Moncada como parte del empeño por derrocar al régimen dictatorial de Fulgencio Batista, él llamó “tirano miserable” a ese ruin personaje y remató, efectivamente, su discurso con la frase: “Condenadme, no me importa, la historia me absolverá”.
Por una triste ironía del destino, sin embargo, una vez en el poder, Castro instauró una tiranía que ya viene durando más de ocho veces lo que duró la de Batista y que no tiene nada que envidiarle a aquella en cuestión de miserias morales. Al contrario: a lo largo de las décadas, ha perfeccionado de tal manera sus sistemas represivos, su maquinaria de muerte y la promoción de la prostitución como una estrategia de supervivencia en la isla, que ha hecho palidecer a todos los otros experimentos antidemocráticos en Latinoamérica.
Ninguna satrapía del continente, efectivamente –y, como se sabe, han sido abundantes– se ha sostenido 57 años, ni ha sido tan minuciosa en su proscripción de la libertad de prensa y la actividad política opositora. Pero las vilezas que adornan el currículum del dictador que nos ocupa van más allá de esos tristes lugares comunes de los regímenes totalitarios.
Aun cuando las cifras exactas en materia de víctimas son imposibles de obtener (obviamente, el gobierno es el primer interesado en que no exista un registro de ellas), la organización Cuba Archive, un ‘think tank’ que trabaja en Washington DC recopilando data histórica sobre la isla, documentó 7.062 muertes y desapariciones atribuibles al Estado Cubano hasta el 2014, con la escalofriante precisión de que 1.166 de las mismas obedecieron a ejecuciones extrajudiciales.
Y esos son los casos reportados. Los cálculos más conservadores del número real de víctimas, no obstante, multiplican esa cifra por diez. Por otra parte, los muertos ‘indirectos’ –es decir, aquellos que no fueron ejecutados pero perdieron la vida tratando de escapar del infierno establecido por Castro en Cuba– se calculaban hace más de diez años en 78.000.
El número de presos políticos –esto es, personas críticas al régimen que son encerradas por esa sola razón– es igualmente difícil de establecer. Pero a pesar de que la presión internacional ha conseguido que muchos de ellos recuperen su libertad (o, al menos, esa forma mellada de libertad que se vive en la isla), a inicios de este año las distintas listas que existen al respecto registraban 97 nombres, 54 de los cuales aparecían en más de una.
El ensañamiento con los homosexuales es un caso aparte. “La sociedad socialista no puede permitir ese tipo de degeneraciones”, sentenció Castro en un discurso de 1963. Y en consonancia con esa vocación de purga, durante esa década y la siguiente, la dictadura despidió de sus trabajos, apresó y mandó a ‘campos de reeducación’ a todas las personas con esa orientación sexual a las que pudiera echarles el guante.
Todo esto, por supuesto, aparte de haber alentado y alimentado el terrorismo en el continente en su esfuerzo por traerse abajo democracias legítimamente constituidas. El perfil podría continuar, pero con esto creemos que basta. Nada de ello, además, es un ‘error’, como quieren hacernos creer ahora Verónika Mendoza, Yehude Simon o cualquier otro de sus procuradores de coartadas desde la izquierda. Se trata de crímenes mondos y lirondos, como los de cualquiera de los otros despreciables dictadores que ellos no dudan en condenar.
Entre Hitler y Castro hay seguramente un buen número de diferencias, pero desde la perspectiva de sus víctimas, sus semejanzas son evidentemente más relevantes. Y ninguno merece absolución.