(Foto: Archivo)
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Editorial El Comercio

Si se cuenta la agitación nacional que normalmente causan las elecciones generales cada cinco abriles, el ha cumplido ya tres años de tensión política consecutiva. En ese período, la atención de la ciudadanía ha estado puesta en los destapes de corrupción, la lucha por combatir esta práctica desde diferentes trincheras, y los juegos de poder que se tejen alrededor. Así, el debate en torno al último pedido de confianza del Ejecutivo al Congreso es la última entrega de una serie que lleva ya largo tiempo liderando, con justicia, los espacios de atención del público.

Mientras tanto, otras historias de relevancia nacional se desarrollan a duras penas y con mucho menos ruido. No es del todo injusto decir, por ejemplo, que el espacio público y político para avanzar cualquier mejora en la del país ha sido sumamente estrecho en estos últimos años. A pesar de las ambiciosas promesas de campaña de los dos partidos que llegaron a la segunda vuelta en el 2016 –y de su coincidencia en varios casos–, poco se ha avanzado en fortalecer la de los y de las .

Esto último se ve reflejado en el Ránking de Competitividad Mundial 2019, publicado la semana pasada por el Institute for Management Development (IMD) y Centrum Católica. En este, el Perú cayó de la posición 54 el año pasado a la 55 este año entre 63 economías analizadas, lo que coloca al país por debajo de Eslovaquia y Ucrania, y por encima de Sudáfrica y Jordania. La evaluación tomaba en cuenta aspectos como eficiencia del gobierno o infraestructura. En el contexto internacional, en el que otros países implementan reformas y mejoran su competitividad, el pasme del Estado Peruano de los últimos años no significa solo estancamiento, sino retroceso.

Al mismo tiempo, hoy se presenta en las páginas de este Diario el Índice de Competitividad Regional (Incore 2019), preparado por el Instituto Peruano de Economía (IPE). Este ránking evalúa a las regiones del Perú en función a indicadores que marcan su competitividad como formalidad, salud, educación, mercado financiero, entre otros. La historia que este índice cuenta es una de un país fraccionado, con focos relativamente competitivos en zonas urbanas de la costa –sobre todo la costa sur–, pero rezagos injustificables en los indicadores más básicos de desarrollo en casi todo el resto del territorio.

El Ejecutivo se ha propuesto presentar un Plan Nacional de Competitividad y Productividad en los próximos meses. Aunque el simple esfuerzo de empezar esta labor es loable, pues la tarea es urgente y prioritaria, no queda claro aún el alcance concreto y ambiciones del plan, el nivel de compromiso político que tendría para proponer reformas poco populares pero necesarias, ni cómo se espera llevarlo a cabo en medio de un enfrentamiento abierto con el Congreso, sin partido político de soporte, y con cada vez menos apoyo ciudadano. La inversión privada no minera, por ejemplo, acumula ya tres trimestres consecutivos de contracción, un dato no menor que debería llamar fuertemente a la reflexión sobre la ruta económica del país.

Sin duda, el debate político que se ventila en estos días tiene una relevancia de primer orden –más aun cuando se discuten reformas constitucionales y las apuestas para el futuro inmediato del Ejecutivo y el Legislativo son tan altas–. Eso no impide señalar, sin embargo, que la larga secuencia de eventos que ha ocupado portadas en los últimos años ha también relegado a segundo plano buena parte de la agenda política que más interesa para la competitividad del país y la calidad de vida del ciudadano promedio: salud, educación, seguridad, caminos, etc. A fin de cuentas, ¿hacer política no se trataba justamente de eso?