Espárragos, uvas, cebolla, paltas. Estos son algunos de los productos agrícolas con los que Ica –que representa el 25% del total de las exportaciones agrícolas no tradicionales– contribuye al desarrollo del Perú. Sin embargo, la región se está enfrentando a una dura barrera: la escasez de agua.
En una nota de Marienella Ortiz publicada esta semana en Día_1, dimos cuenta de cómo este problema ha originado que muchas importantes empresas agrícolas iqueñas hayan resuelto no invertir más dinero hasta que acabe la incertidumbre sobre la dotación de agua. Otras tantas estarían decidiendo dejar de expandirse en esta región. La Corporación Financiera Internacional (IFC) del Banco Mundial ha determinado, por su parte, no otorgar más créditos para la financiación de nuevos cultivos. Y, según Fernando Cillóniz, consultor en temas agrícolas, si bien la producción iqueña no ha dejado de crecer, el ritmo no es el mismo.
Quizá la declaración que más llamó la atención, sin embargo, fue la hecha por el presidente de una empresa que invierte en Ica, quien al mismo tiempo que aseguraba que han decidido expandirse en otras regiones sostenía que “parece mentira pero en Ica todavía hay agricultores que riegan por gravedad e inundación”.
¿Cómo es que allí donde hay tanta escasez de agua existen agricultores que todavía utilizan métodos en los que esta se desperdicia? En la solución a la aparente paradoja se encuentra, precisamente, la respuesta de cómo aliviar el problema de la falta de agua no solo en Ica, sino en las varias otras zonas que se enfrentan a lo mismo. Y es que lo que explica que en una parcela se usen métodos que requieren una enorme cantidad de agua, mientras que en la parcela vecina un agricultor carezca de la misma, es que el primero está prohibido por ley de venderle al segundo el agua sobrante, razón por lo que no tiene incentivos para administrarla eficientemente.
En efecto, la Ley de Recursos Hídricos impide que quienes estén autorizados para extraer el agua (ya sean, por ejemplo, agricultores, granjeros, industriales, mineros o miembros de comunidades campesinas) vendan aquella que no lleguen a usar. Así, se comprende por qué algunos agricultores no encuentran razones para invertir en sistemas que le permitan un uso más eficiente de este recurso, ya que a cambio de este gasto no sacarán ningún provecho. Y se entiende también que, según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), en lo que toca a la agricultura, el 65% del agua se desperdicia por una deficiente infraestructura de riego.
Permitir que quienes cuenten con el derecho de uso de agua puedan vender sus excedentes no solo aumentaría sus ganancias e incentivaría que no desperdicien el agua, sino que haría también que este recurso sea utilizado allí donde más beneficios pueda traer. Así, por ejemplo, quizá el principal cultivo de la costa dejaría de ser el arroz, ya que este requiere muchísima agua y podría ser preferible migrar a otro producto.
No solo eso: la venta de agua posibilitaría que esta pueda ser trasladada a una zona en la que sea más útil. Esto podría ser especialmente útil para regiones normalmente húmedas que enfrenten sequías temporales que arriesguen sus cultivos.
La venta de este recurso, además, incentivaría el surgimiento de un mejor sistema de transporte y de almacenamiento, pues allí donde alguien esté dispuesto a pagar por él habrá algún privado listo a aprovechar esta oportunidad de negocio, logrando así que más agua pueda llegar a un mayor número de personas.
Ya lo hemos dicho antes: en nuestro país no existe un problema de agua; de hecho, somos uno de los veinte países en el mundo que más cuenta este recurso. Lo que tenemos es un uso ineficiente de este (el 99% termina en el mar). Es momento, pues, de que el Estado comience a darse cuenta de que existen nuevas alternativas para lograr explotar nuestras riquezas.