El domingo pasado, este Diario publicó, como parte de su campaña “No te pases”, un documental sobre cómo opera el transporte público pirata en múltiples distritos de la capital. El reportaje se enfocó en la ‘bestia’ de Petit Thouars, un vehículo que, dadas las circunstancias en las que recorre la ciudad, podría definirse como el epítome de este problema en Lima: la coaster se desplaza sin SOAT, sin revisión técnica, sin autorización municipal y con una deuda de S/3 millones en papeletas, lo que grafica la forma en la que el transporte público ilegal incumple las normas de tránsito.
A través del referido vehículo, el documental ahonda en cómo los choferes de las combis sin autorización coordinan sus actividades, tanto para maximizar sus ganancias como para sortear a las autoridades encargadas de fiscalizarlas. También deja en claro que los funcionarios han hecho poco o nada para evitar que esta actividad continúe. De hecho, se muestra cómo en muchas ocasiones, este negocio opera cerca de municipalidades, comisarías y centros de control, sin que ello haya precipitado una acción definitiva de las entidades responsables.
La anuencia de las autoridades, no obstante, empeora si se toma en cuenta otra realidad inquietante que resaltó El Comercio el domingo. La coaster en cuestión y todos los que se le asemejan no solo son una amenaza para los ciudadanos que los utilizan y los que los rodean, sino también perjudican el servicio de transporte formal.
La presencia de estas alternativas menos costosas e informales, depreda la cantidad de consumidores disponibles para el sistema legal, cuyas unidades lucen casi vacías durante muchas horas del día. Esto incluso podría devenir en una demanda al Estado de parte del concesionario que ganó legítimamente el derecho a proveer el servicio y en un posterior pago de indemnización.
¿Por qué, entonces, no se toman medidas al respecto? ¿Por qué la ciudad sigue abarrotada de estos vehículos que hacen peligrar la integridad de los vecinos y el erario público? En gran parte porque los encargados de fiscalizar el transporte público no tienen las herramientas suficientes para hacerlo de forma eficiente. Esta tarea está en manos de la Municipalidad de Lima, pero sus funcionarios no están dotados de la autoridad necesaria para limitar la circulación de estos vehículos (las sanciones que imponen suelen ser ignoradas por los choferes y no conllevan descuentos a los puntos del brevete). La jurisdicción de la Policía Nacional solo se limita a resguardar la obediencia al reglamento de tránsito, como aseveró a este Diario el jefe de la División de Tránsito de la policía, Guillermo Llerena.
En otras palabras, el sistema opera con una torpeza que beneficia a los informales y hace lucir a las instituciones que deben hacer cumplir la ley como entes sin autoridad. Resulta, en ese sentido, positivo saber que, como declaró Llerena, el Ministerio de Transportes y Comunicaciones estaría por emitir un reglamento en el que se le otorga facultades a la policía para entrar a tallar en este campo. Pero esto no funcionará si no viene de la mano con la implementación de la infraestructura necesaria (depósitos para los autos infractores, por ejemplo) y si no se lucha contra la corrupción que, desde dentro de las organizaciones fiscalizadoras del tránsito, conspira a favor de los informales.
Queda claro que el problema trasciende los delitos cometidos por las personas que practican este negocio ilegal –y que merecen todo nuestro reproche– y se centra, más bien, en un sistema que permite que un mercado ilegal opere sin restricciones. Poco importan las leyes en un contexto donde las autoridades no pueden hacer que se acaten. Una circunstancia que debería llevarnos a una reflexión que no se limite solo a lo vinculado al transporte público y nos haga notar que este es un trance que, como país, nos aflige de manera más profunda.