Las campañas políticas son emotivas. Las segundas vueltas, más aún. A medida que se acerca el desenlace final de la larga justa electoral, las pasiones y la polarización suben junto con el tono que se utiliza para referirse al rival. Cuando lo que está en juego es tan importante, es normal que existan exabruptos y excesos de parte de los simpatizantes más impetuosos.
Pero hay dos observaciones importantes sobre esta reflexión. La primera es que los estándares de respeto y civismo que debe mantener el público en general no son los mismos exigibles a los líderes políticos. Los segundos tienen la responsabilidad de guiar con el ejemplo y transmitir calma y moderación, sobre todo cuando los ánimos de la mayoría aparecen exaltados. La segunda es que la línea roja de la incitación a la violencia jamás se debe cruzar, venga de quien venga. Si la libre expresión tiene algún límite, ese es el más obvio.
Ninguno de estos dos principios cumplió el excandidato presidencial por Renovación Popular, Rafael López Aliaga, cuando la semana pasada, durante un mitin para promover la candidatura de Keiko Fujimori frente a Pedro Castillo, clamó la muerte de sus rivales políticos. “Viva el Perú, viva la democracia, muerte al comunismo, muerte a Cerrón y a Castillo”, exclamó frente a una multitud, para posteriormente cantar el himno nacional y levantar la bandera del Perú.
Simpatizantes de López Aliaga y el propio empresario han intentado matizar la proclama. En sus redes sociales, publicó que él se refirió a “la muerte política del comunismo y de dirigentes de Perú Libre, porque su ideología solo va a generar miseria y pobreza en el Perú”. Agregó que condena “todo tipo de violencia, especialmente la del terrorismo comunista de Sendero y el MRTA” –como si hubiese una violencia peor que otra–. Esta justificación es antojadiza e insuficiente. López Aliaga no arengó por el fin de una idea, sino, literalmente, por la muerte de dos líderes políticos. Las expresiones son inaceptables y ante ellas solo podían corresponder sinceras disculpas. La responsabilidad es doble para quien además pretende continuar aspirando a cargos de elección pública, como él mismo ha adelantado.
Este no ha sido, por supuesto, el único episodio en que un candidato presidencial cruza la línea de lo aceptable en el discurso político. Como se recuerda, en su tentativa presidencial del 2016 y mientras sostenía una comba, Alejandro Toledo señaló que con ese instrumento le iba a “sacar el ancho a la China”. “Con esto voy a matar a la China, carajo”, indicó, en alusión a Keiko Fujimori. En la misma campaña, el entonces candidato Pedro Pablo Kuczynski se refirió a Verónika Mendoza, lideresa del Frente Amplio, como “una media roja que dice que sabe hacer las cosas y nunca ha hecho nada en su perra vida”.
No obstante, desde Perú Libre también se ha apelado recientemente a la bajeza y a la violencia. Solo ayer, Vladimir Cerrón aludió a la expareja del padre de Keiko Fujimori en una publicación donde la aspirante hablaba de su progenitora a propósito del Día de la Madre. Un comentario que nada tiene que ver con la elección y que apunta a fibras sensibles, no políticas. Asimismo, no hay que olvidar cómo el ahora candidato Pedro Castillo amenazó con un machete al entonces ministro del Interior Carlos Basombrío, en el contexto de la huelga docente del 2017.
Los discursos de odio e incitación a la violencia no tienen lugar en las democracias. El fragor de la campaña no es excusa para estos excesos, menos aún cuando provienen de personas de alto perfil y grandes aspiraciones políticas. Después de todo, ¿se haría el excandidato López Aliaga responsable si algún enajenado seguidor tomara su frase en serio y ejecutara sus indicaciones?
En corto: la incitación a la violencia jamás debe tener lugar en el discurso político moderno.
Contenido sugerido
Contenido GEC