En las relaciones maritales disfuncionales, para muchos, debería bastar el deseo de uno solo de los esposos de realizar la separación para que esta se haga efectiva. Sin embargo, con el supuesto objetivo de defender la familia, el Estado impone restricciones al divorcio unilateral –o no consensuado– que a la larga atentan no solo contra el bienestar de todos los miembros del hogar, sino también contra los derechos individuales de cada persona para elegir con quién desea –y con quién no– pasar sus días.
Llevado a otro plano, algo similar sucede hoy en el ámbito del derecho laboral peruano. La relación de trabajo que nace de un acuerdo voluntario entre empleadores y empleados –sujeta, como cualquier relación entre personas, a cambio en las preferencias, necesidades o actitudes– pierde su esencia y practicidad cuando pasa de ser un vínculo basado en el mutuo consenso y confianza a convertirse una imposición fundada en regulación estatal.
Como hemos recordado en editoriales anteriores, la disolución del vínculo laboral es especialmente complicada en el Perú. De hecho, el país se ubica en el puesto 130 entre 144 países evaluados por el Foro Económico Mundial en cuanto a facilidad para contratar y despedir trabajadores –es decir, en el decil inferior del mundo–. Esta situación se ha visto agravada en la última semana debido a un fallo de la Corte Suprema que establece criterios aun más rígidos para la aplicación del despido justificado.
Así, en el caso de una trabajadora que sustrajo bienes (posiblemente dinero) de una entidad financiera y luego ‘subsanó’ su acción devolviendo lo tomado, los jueces determinaron que el despido de la empleada por falta grave no era procedente, pues la funcionaria actuó con ‘dolo bueno’ y no perjudicó económicamente al empleador. Es decir, la corte ordenó –impuso– el restablecimiento de una relación en la que la buena fe se había quebrantado y la confianza roto. Según el abogado laboralista Jorge Toyama, hoy es más fácil liquidar una empresa que despedir a un trabajador en el Perú.
La suerte de estabilidad laboral absoluta que se encarama en el sistema peruano tiene consecuencias económicas y éticas. Económicas porque, en primer lugar, la posibilidad de reposición judicial hace que la decisión de contratar a un trabajador se convierta en una obligación potencialmente permanente, independientemente de si ello resulta rentable o no para el empleador. Esta dinámica reduce la creación de empleos y, de hecho, fuerza a las empresas a contratar solo aquellos candidatos con altas probabilidades de éxito en la firma, lo que deja de lado a aquellos sectores de la población con menos educación y experiencia.
En segundo lugar, la productividad en el trabajo depende no solo de las habilidades sino de los incentivos para ejercerlas. Si un empleado no puede ser despedido por su pobre desempeño ni por falta grave, es menos probable que su productividad dentro de la empresa sea la más adecuada.
Decimos, también, la estabilidad laboral absoluta tiene consecuencias no solo económicas sino también éticas en la medida en que desnaturaliza la esencia de una relación que debe ser inherentemente voluntaria. Cuando un empleado y un empleador acuerdan libremente empezar un vínculo laboral, en el que el primero recibe dinero y a cambio entrega trabajo, es porque ambos –empresa y trabajador– se benefician mutuamente de este intercambio. De lo contrario, simplemente no habría acuerdo.
Cuando el Estado desconoce la naturaleza del vínculo laboral y fuerza a una de las partes a conservarlo a pesar de su oposición, está actuando en contra de las libertades básicas de todo individuo a elegir en qué condiciones está dispuesto a mantener la relación de trabajo. En estas circunstancias cabe preguntarse cuál sería la reacción de la opinión pública si, en vez forzar a la empresa a mantener al trabajador en contra de la voluntad de la primera, se forzase por la vía legal al empleado a trabajar para la firma en contra de su voluntad.
Así como en el caso de las parejas disfuncionales, las relaciones de trabajo deben mantenerse flexibles por el bien de los mismos involucrados. Después de todo, tanto esposos como trabajadores tienen mucho más que ganar con la oportunidad de una nueva y más constructiva relación que en preservar un vínculo desgastado y poco productivo que se mantiene en pie ya no por mutuo acuerdo sino únicamente por la fuerza de la ley.