La noche del martes, tras la frustrada intervención de los representantes del Ministerio Público en Palacio de Gobierno para proceder a la detención preliminar de Yenifer Paredes, hermana de la primera dama, el presidente Pedro Castillo dirigió un mensaje a la nación en el que ensayó una vez más la monserga de victimización que ha venido repitiendo desde que se iniciaron las investigaciones fiscales que parten de la presunción de que él es la cabeza de una organización criminal que funcionaría dentro del Estado.
En resumidas cuentas, el mandatario afirmó que estamos ante una “confabulación entre parte del Congreso, la Fiscalía de la Nación y un sector de la prensa para desestabilizar el orden democrático” y “tomar el poder de manera ilegal e inconstitucional”. Añadió que Palacio y la casa presidencial habían sido ese día “violentados con un allanamiento ilegal, avalado por un juez” y que, en el fondo, todo es un esfuerzo por desconocer su triunfo electoral del año pasado.
Como se sabe, nada de eso tiene asidero en la realidad. Los sectores del Congreso que han impulsado o impulsan las mociones de vacancia o denuncia constitucional contra él no están procediendo de manera ilegal: están recurriendo a instrumentos que existen en la Constitución. La fiscalía está llevando adelante una investigación que se sostiene sobre la coincidencia entre los testimonios de varios colaboradores eficaces, determinadas reuniones celebradas en el despacho presidencial oficial y en el furtivo (el del pasaje Sarratea), y las anulaciones de licitaciones aprobadas originalmente en el Ministerio de Transportes y Comunicaciones (MTC) y Petro-Perú, por mencionar solo algunos casos. La prensa, por último, no ha hecho otra cosa que poner en evidencia las situaciones antedichas y los despropósitos que han obligado al Ejecutivo a prescindir, en distintos ámbitos de la administración pública, de funcionarios a todas luces inadecuados para los cargos en los que habían sido nombrados.
No existe violencia ni ilegalidad alguna, por otro lado, en un allanamiento aprobado por un juez. Si algo ilegal existió ayer, fue la obstrucción a la justicia que supuso el hecho de que los representantes del Ministerio Público fueran impedidos de entrar a la Casa de Pizarro por más de una hora.
Este constante discurso de victimización y polarización, además, es una forma de llenar el silencio que deja su resistencia a responder las preguntas de la fiscalía en las pesquisas que se le siguen, a pesar de haber proclamado permanentemente que estaba dispuesto a colaborar con la justicia.
Preocupan, eso sí, sus constantes insinuaciones de que, habida cuenta de que sus supuestos llamados al diálogo y la colaboración con la oposición en el Congreso no han sido acogidos, habría llegado la hora de echar mano de medidas de otro tipo. Más allá de la falsedad patente de sus invocaciones a constituir un Gabinete de “ancha base” y sus alegados afanes de “extenderles la mano” a quienes simultáneamente llama “zánganos políticos tradicionales”, la posibilidad de que el atropello al orden institucional surja más bien desde su lado del tablero del poder tiene a buena parte de la opinión pública en estado de alerta. Sobre todo, después del tono de las palabras que dirigió ayer a los dirigentes de las rondas campesinas presentes en el patio de honor de Palacio (“Tomaremos las decisiones nosotros, ya no como lo hemos venido haciendo, siendo respetuosos; lo haremos con el pueblo”, llegó a decir) y de la llamativa renuncia del abogado Benji Espinoza a seguir ejerciendo su defensa de la que horas después se retractó tomándose muy en serio lo que dijo hace algunos días acerca del “arte del engaño”.
El hecho de que Espinoza haya retrocedido en su decisión luego de que Yenifer Paredes se entregó a la justicia es una muestra del caos que actualmente impera en Palacio de Gobierno. Ahora no solo Castillo, sino también su abogado tienen que dar explicaciones por el presunto encubrimiento que se habría cometido en la Casa de Pizarro este martes para evitar la captura de Paredes.
No sabemos si el presidente Castillo ha leído a Calderón de la Barca, pero sí que modula constantemente una variante bastante menos lograda de ese verso suyo que empieza con las palabras: “¡Ay, mísero de mí!”. Y que, por eso mismo, no consigue persuadir a su público. En este caso, la ciudadanía, que percibe perfectamente que el jefe del Estado es cualquier cosa menos una víctima en este tramado de corrupción en cuyo centro parece moverse con soltura.