¿En qué momento un gobierno deja de ser ‘nuevo’ y se hace susceptible de una primera evaluación? La cuestión es discutible y, probablemente, no pueda ser respondida solo a partir de consideraciones temporales. Acaso lo razonable sea esperar a que haya acumulado una serie suficiente de medidas oportunas y omisiones, de gestos políticos acertados y de los otros, para confrontarlo con ella sin que quede flotando la duda de si el mérito o demérito de lo que se observa corresponde, aunque fuera de manera parcial, a la administración anterior.
¿Está el gobierno de Peruanos por el Kambio (PPK) ya en ese punto? Pues, a partir de la reflexión anterior, en esta página pensamos que sí. Y, a juzgar por lo que dijo en el discurso que dirigió a sus partidarios en la víspera de Navidad, el presidente Pedro Pablo Kuczynski coincide con esa idea.
En esa ocasión, efectivamente, el mandatario habló de una etapa que estaba terminando con el año. “El 31 de diciembre volteamos la página; se acabó la transición”, sentenció. Por lo que, cumplida esa fecha, cabe preguntarse cuál es el balance de esa transición.
Empecemos por lo positivo. Por lo común, la gente demanda de los gobernantes que ‘hagan cosas’, pero en realidad desactivar las que están mal hechas es tan importante como aquello. Y, en ese sentido, el esfuerzo de simplificación administrativa emprendido por el gobierno es saludable. Buena parte de los decretos legislativos aprobados ha supuesto la eliminación de trámites absurdos en ámbitos como el laboral, el de la interacción con la policía y diversas dependencias públicas en general. Además, se ha empoderado al Indecopi en su función de eliminación de barreras burocráticas; y con ese mismo espíritu, se ha reformado la Sunat para hacerla más cercana al ciudadano y acabar con los incentivos que promovían la búsqueda de una mayor recaudación a cualquier costo.
En la lucha contra la delincuencia, por otra parte, el avance en megaoperaciones ha sido notorio, y el sistema de recompensas se ha expandido, con buenos resultados. Es de destacar también, por último, la determinación con la que se han defendido las libertades civiles en materias como los derechos de la comunidad gay y la distribución gratuita de la píldora del día siguiente.
En el otro platillo de la balanza, sin embargo, pesan elementos que opacan estos logros parciales y eventualmente los socavan. Nos referimos, por supuesto, a la ambigüedad en la lucha contra la corrupción que expresan gestos como la demora en reaccionar frente al Caso Moreno (y, peor aun, el intento de meterlo bajo la alfombra aseverando que el médico había renunciado a su condición de asesor presidencial por exceso de trabajo) o la torpeza de enrolar como colaborador para la reforma del Sistema Integral de Salud a un condenado por corrupción, como Alfredo Jalilie, en la estela de la aprobación del proyecto de la ‘muerte civil’ para quienes habían sido sentenciados precisamente por ese tipo de delito.
Minan también la credibilidad y la imagen del gobierno las permanentes torpezas declarativas del presidente (hay que ‘jalarse’ algunos congresistas fujimoristas, no me preocupa un poquito de contrabando, no nos dejaremos pisar por una mayoría que ganó la primera vuelta pero no la segunda, que es la que vale, etc.) y sus todavía más torpes intentos de desdecirse luego.
El problema adicional de estos desaguisados es que le quitan a la actual administración el oxígeno para acometer reformas indispensables pero costosas políticamente, como la laboral, y para las cuales, en lugar de ir al choque con la principal fuerza de oposición, hace falta ganar su decidida contribución.
Dicho todo esto, hay que insistir en que este es solo un diagnóstico temprano de una situación que puede cambiar mucho y para mejor en los próximos cuatro años y medio. ¿Pero no es acaso precisamente para eso que sirven los diagnósticos tempranos?