Editorial El Comercio

Ayer, el Ejecutivo envió al Congreso el proyecto de reforma constitucional para cambiar la Constitución a través de una que había sido anunciado por el presidente la semana pasada en Cusco. Dos días atrás, sostuvimos que dicho ofrecimiento no podía entenderse de manera independiente al contexto en el que se formuló; este es, uno en el que el Gobierno pierde oxígeno político cada día y requiere de una válvula de escape que le permita alejar los focos de la opinión pública de su incompetencia a fin de ganar algo de aire. Y los detalles de la iniciativa legislativa conocidos este lunes abonan a esta percepción.

Para comenzar, hay varias incoherencias en . En el artículo 2 del mismo, por ejemplo, se señala que “la iniciativa de convocatoria a referéndum para la elección de miembros de la asamblea constituyente” le corresponde al presidente, al Congreso –con el voto de 87 de sus miembros como mínimo– o a un número de ciudadanos equivalentes al 0,3% del padrón electoral. Sin embargo, en las disposiciones transitorias cuarta y quinta se establece de manera directa que el 2 de octubre –día de los comicios locales y regionales– se realizará el referéndum para preguntarle a la ciudadanía si aprueba que se convoque una asamblea constituyente, mientras que en la sexta se señala que la convocatoria para la elección de los integrantes de dicho foro será realizada por el presidente Castillo. Una mezcolanza de ideas que resulta difícil de descifrar.

Además, como es evidente, resulta desconcertante que se plantee que algunos actores tengan iniciativa para convocar la elección de los integrantes de la supuesta asamblea constituyente cuando no se le ha consultado previamente a la ciudadanía, en primer lugar, si desea cambiar la Constitución y, en segundo lugar, si desea hacerlo a través del mentado foro. En la iniciativa legislativa, además, se establece que el 30% de la asamblea constituyente deberá estar compuesta por representantes “de pueblos indígenas” y “afroperuanos”, pero no se detalla cómo se hará esta diferenciación ni qué límites tendrá. Todo esto, recordemos, de cara a un proceso que, para llevarse a cabo siguiendo lo que la ley estipula, debería ser aprobado por al menos 87 parlamentarios en dos legislaturas distintas –o por 66 de ellos y luego ser sometido a referéndum– antes de octubre.

Pero estos detalles no son, ni de lejos, los principales vicios de la iniciativa en cuestión. Según realizada por Ipsos en enero de este año, la asamblea constituyente es una prioridad para apenas el 8% de los consultados (la mayoría argumentaba que la administración de Castillo debía de poner el foco en la inseguridad ciudadana, la generación de empleo y la reactivación económica). Y, como ocurre siempre que un grupo político o un candidato agita la necesidad de reescribir la Carta Magna, nunca se explica –como ahora el Gobierno tampoco ha hecho– qué es exactamente lo que se quiere modificar y de qué manera una nueva Constitución nos permitirá alcanzar fines que la actual no permite.

Por otro lado, resulta cándido creer que una determinada redacción se traducirá en mejoras en el bienestar de los ciudadanos, toda vez que la capacidad del Estado para, por ejemplo, llevar servicios públicos a la población puede verse mermada, más que por la ausencia o presencia de cierto artículo en la Constitución, por la ineptitud de un aparato estatal copado por funcionarios designados para cumplir una cuota partidaria o congraciarse con el líder de un partido político.

No conviene olvidar, además, que hace menos de dos meses, el presidente del Consejo de Ministros, , fue muy enfático al señalar que en el Ejecutivo “no hemos promovido, no promovemos, la asamblea constituyente”. ¿Qué cambió entonces para que ayer saliera a exponer el proyecto que busca introducir precisamente dicha figura en la Constitución? Pues los ánimos de un país al que la incompetencia de sus autoridades ya ha comenzado a pasarle factura.

Y en el intento por desviar la atención de sus fisuras, el Gobierno ha terminado elaborando un proyecto tan mal preparado como su gestión misma.

Editorial de El Comercio