El último fin de semana algunos partidos empezaron a confeccionar sus listas de postulantes que aspirarán a un escaño en las elecciones legislativas del próximo 26 de enero. La selección ha levantado cierta expectativa entre la ciudadanía por la posibilidad de que la nueva representación nacional sea mejor que la que se fue hace poco más de un mes.
Como recordamos, el Congreso pasado incurrió reiteradas veces en conductas reprochables que fueron esquilmando su imagen ante la ciudadanía, como el blindaje sistemático a altos funcionarios seriamente cuestionados y a colegas condenados por delitos que nada tenían que ver con la función parlamentaria, la aprobación de leyes al caballazo y con nombre propio, y las citaciones continuas a los ministros solo para aporrearlos en el pleno. Ello explica, en consecuencia, que en algún momento su aprobación haya registrado un exiguo 11% (setiembre del 2018) y que un 85% de ciudadanos haya dado su visto bueno a la disolución.
Dicho esto, uno creería que los partidos políticos –que son los primeros responsables de que algunas personas hayan ocupado una curul– han reflexionado y extraído las conclusiones correctas. Sin embargo, al dar un repaso rápido a la nueva oferta electoral, parece que esto no ha sido así, pues mientras algunas listas han decidido insistir con viejas caras de poco celebrada recordación, otras les han extendido el brazo a personajes que arrastran graves cuestionamientos y hasta, en el colmo del absurdo, sentencias condenatorias.
Entre los primeros están, por un lado, el pelotón de congresistas disueltos que buscan retomar el cargo, entre los que destaca Mauricio Mulder (Apra), al que el Tribunal Constitucional le enmendó la plana hasta en dos ocasiones cuando fue legislador por promover leyes –una de sus funciones cardinales como parlamentario– que colisionaban con el marco constitucional o que excedían las facultades de un congresista (intentó cambiar una figura regulada en la Constitución, como la cuestión de confianza, a través de una modificación en el reglamento).
Por el otro lado, hay un puñado de rostros conocidos cuyo paso por la política nacional ha sido poco memorable. Alianza para el Progreso, por ejemplo, postula al exvicepresidente Omar Chehade, que dimitió al cargo en el 2012 en medio de un escándalo por soborno y tráfico de influencias –luego de que se conociera que se había reunido con altos mandos policiales en el restaurante Brujas de Cachiche, a fin de coordinar el desalojo de una azucarera– y por el que su hermano pasó más de tres años recluido, mientras él fue protegido en la Comisión Permanente. Otro caso llamativo es el del exministro nacionalista Daniel Urresti, que postula por Podemos y contra quien la Corte Suprema ordenó en abril pasado un nuevo juicio por el asesinato del periodista Hugo Bustíos en 1988.
Finalmente, algunos partidos han decidido incluir en sus filas a cuadros con investigaciones o, inclusive, condenas firmes. Unión por el Perú (UPP), por ejemplo, ha anunciado las candidaturas de Antauro Humala, que viene cumpliendo una pena de 19 años de cárcel por varios delitos, incluido el homicidio de cuatro policías durante el ‘andahuaylazo’ y al que, además, la legislación actual le impide participar en los comicios, y del excontralor Édgar Alarcón, que llevó a cabo negocios de compra y venta de autos cuando presidía la contraloría, a pesar de que la ley orgánica de la institución se lo prohibía, y al que escuchamos en un audio presionando a un auditor para que retirara las denuncias que había presentado en su contra.
Con este universo de opciones, en fin, es poco el margen del que disponemos para imaginarnos un Congreso mejor que el que acabamos de tener. Sin embargo, nunca está de más recordar que la selección final reposa en manos de la ciudadanía cuyos votos serán, llegado el momento, el gran juez que decidirá quiénes merecen representarlos en el Palacio Legislativo .