Los rumores respecto de un eventual incremento del Impuesto Selectivo al Consumo (ISC) se concretaron la semana pasada. Como se sabe, el Gobierno anunció alzas en las tasas de este tributo aplicables a los cigarros, bebidas alcohólicas, algunas bebidas con alto contenido de azúcar, combustibles y vehículos nuevos y usados.
Un primer motivo de crítica a la medida es la insuficiente discusión que se generó con los actores involucrados y la celeridad para elevar los gravámenes. El Gobierno, qué duda cabe, no tiene que pedir permiso para ejercer sus competencias, pero no está de más llevar a cabo consultas y recoger comentarios o aportes de productores, consumidores, o público interesado, sobre todo cuando la magnitud del cambio es importante. Ello, quizá, hubiera ayudado a contar con mayor apoyo popular y de las industrias afectadas, así como orientar mejor los incrementos en las tasas.
Respecto de esto último, no quedan claro los beneficios que se desean obtener con partes de la nueva estructura del ISC. En términos generales, los cambios incluidos en el decreto supremo que modifica el ISC están orientados a hacer más progresivo el sistema –es decir, a que aquellos productos más nocivos paguen la mayor tasa impositiva–. Eso es razonable y adecuado. Quizá el ejemplo más claro de ello sean las modificaciones para los combustibles; se corrige el esquema anterior en el que combustibles más contaminantes pagaban menos impuestos. No obstante, en el caso de los vehículos nuevos, por ejemplo, el reciente impuesto de 10% tendrá como consecuencia un retardo en la renovación del parque automotor del país. No queda clara, tampoco, la necesidad de seguir gravando con un 17% de ISC a las bebidas que no contienen un alto nivel de azúcar. En cualquier caso, ¿no debería tratarse de igual forma a cualquier producto azucarado, sea este una bebida, postre, galleta o chocolate? La progresividad en la estructura tributaria es razonable, pero debe ser consistente.
Lo que más preocupa, en realidad, son los efectos reales que estos cambios pueden tener sobre el consumo y la salud de las personas. Se sabe que en ocasiones las políticas públicas tienen el efecto opuesto al esperado. Las redes de contrabando y de elaboración informal de bebidas alcohólicas y cigarros, por ejemplo, florecen bajo estructuras tributarias onerosas. Estos productos pueden ser mucho más nocivos que sus contrapartes reguladas. Por otro lado, las alternativas al consumo de bebidas azucaradas formales podrían no ser agua limpia –como se espera–, sino bebidas adulteradas, bebidas caseras con aun mayor cantidad de azúcar, o, en lugares con poco acceso a servicios públicos, agua no potable para consumo humano. Una investigación en curso preparada por la especialista Patricia Ritter señala que, en el Perú, una reducción de 10% en el precio de las gaseosas se tradujo en una disminución de 22% en la prevalencia de diarrea entre familias sin acceso a agua potable.
Los últimos aumentos del ISC, pues, no están libres de controversias. Sin embargo, ello no debería ocupar más espacio en la agenda de la reforma tributaria que el que le corresponde. Después de todo, la naturaleza del ISC no es la recaudación tributaria, sino el cambio en la conducta de los productores y consumidores para reducir los daños a terceros (aunque el hecho de que el aumento de impuestos se haya realizado en un contexto en el que el Gobierno está buscando recursos para cubrir parte del creciente déficit fiscal ciertamente se presta a la suspicacia). La agenda de reforma tributaria, que pasa por la modificación en la estructura del Impuesto a la Renta, la simplificación en el pago de IGV, la ampliación de la base tributaria, la reducción en las exoneraciones, los ataques a la evasión tributaria y a la elusión, y un largo etcétera, es todavía materia pendiente.