Incluso entre quienes no esperaban nada del presidente Pedro Castillo, los primeros cien días de su gestión deben haberles parecido decepcionantes. Difícil imaginar un inicio más accidentado y menos auspicioso que el que acabamos de ver. Lamentablemente, los principales encargados de dinamitar la imagen del Gobierno en estos poco más de tres meses han sido sus propios integrantes y, en especial, el que está llamado a presidirlo.
En las últimas semanas, muchos analistas se han devanado los sesos intentando encontrar la lógica que subyace a las decisiones ininteligibles, inconexas y hasta contradictorias del mandatario. En lo que no parecen existir dudas, por el contrario, es en el hecho de que el cargo ha rebalsado a Pedro Castillo, al punto que no es destemplado decir que se ha revelado ante los ciudadanos como alguien incapaz de ejercer el puesto para el que pidió que votaran por él. No se trata solo de que el presidente no muestra reacción alguna cuando su gobierno se tambalea, sus ministros se ven envueltos en una polémica o su partido se abate en fuego cruzado con sus colaboradores más cercanos; se trata de que ni siquiera parece querer reaccionar. Como si, por momentos, se olvidara de que es el jefe del Estado.
No se entiende, para comenzar, cómo pudo haber sostenido a Guido Bellido en la Presidencia del Consejo de Ministros durante dos meses (no se entiende, en realidad, cómo pudo siquiera haberlo nombrado). No solo porque se trataba de una persona que arrastraba –y arrastra todavía– serias investigaciones en el Ministerio Público y cuya vocación de palmero de la peor banda de criminales que ha conocido nuestro país era públicamente conocida, sino porque no había semana en la que Bellido no pusiera en aprietos al mandatario, promoviera su agenda particular o despotricara contra otros funcionarios. Que Castillo haya tan siquiera vacilado en destituirlo a las primeras de cambio es de una gravedad sin atenuantes.
Muchos, en un intento por morigerar las críticas hacia el presidente, han intentado ver en él a un cautivo de Vladimir Cerrón y del ala más radical de Perú Libre. Nada más alejado de la realidad. La verdad es que fue el presidente el que, por ejemplo, colocó a Iber Maraví en el Ministerio de Trabajo y fue incapaz de pedirle su renuncia cuando todos los indicios revelados por la prensa (incluido este Diario) prefiguraban que el entonces ministro había tomado parte en las huestes senderistas.
Fue Castillo, además, el que designó en el Ministerio del Interior a Luis Barranzuela, exabogado de Cerrón, y el que consintió que se eligiera a un individuo como Richard Rojas, cercano al exgobernador regional de Junín, embajador del Perú, primero en Panamá y, ante la negativa de este a recibirlo, en Venezuela, en un movimiento que fue acertadamente detenido por el Poder Judicial.
Fue Castillo, así también, el que nombró a Carlos Gallardo en el Ministerio de Educación y a Juan Carlos Silva en el de Transportes, poniendo en riesgo lo avanzado en los últimos años en ambos sectores; en el caso del primero, con la evaluación a los maestros –a los que se opone–, y en el del segundo, con la Autoridad de Transporte Urbano, cuya cabeza ha sido ofrecida por el ministro Silva durante una reciente negociación con transportistas.
Fue Castillo, asimismo, el que después de que su ministro de Economía, Pedro Francke, descartara “expropiar el gas de Camisea” y en el preciso momento en el que su primera ministra Mirtha Vásquez afirmaba ante el Congreso que en el Ejecutivo eran conscientes “de la importancia de la inversión privada”, conminaba desde otro lugar al Parlamento a trabajar “una ley conjunta sobre la estatización o la nacionalización del gas de Camisea”.
El problema del presidente no es solo que desde el instante en el que puso un pie en Palacio ha elegido dolosamente mal. El problema es que una vez que sus malas elecciones empiezan a pasarle factura a su administración, disparando el tipo de cambio o hartando a la ciudadanía, ha optado por escabullirse y dejar que otros arreglen el lío que él armó. Es muy sintomático, por ejemplo, que su ministro de Economía haya tenido que ‘traducir’ lo que a todas luces era una velada amenaza a un consorcio empresarial o que la jefa del Gabinete haya tenido que resondrar públicamente a Luis Barranzuela para que finalmente el mandatario le bajara el dedo.
Lo que esperan los ciudadanos de su presidente es que tome decisiones. Si Pedro Castillo no es capaz de desempeñar el rol que la nación le ha encargado, tiene otras alternativas a la mano; por ejemplo, dejar las decisiones más importantes de su administración a un funcionario capacitado o renovar –ahora sí en serio– su ‘staff’ cercano hacia posiciones más técnicas y menos ideologizadas. Lo que no puede ocurrir es que estos cien días se prorroguen durante otros cuatro años y nueve meses. Los peruanos no podemos seguir esperando a que Pedro Castillo se decida, finalmente, a ser presidente.
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