En agosto –según el Instituto Nacional Penitenciario (INPE)–, la población carcelaria de nuestro país habría llegado a la cifra récord de 71 mil internos, casi suficientes para llenar dos veces el Estadio Nacional. Considerando que los 67 penales de nuestro país pueden albergar como máximo 31 mil presos, no es exagerado sostener que, con una sobrepoblación carcelaria de 124%, nos encontramos en una situación crítica. Y eso si la cifra no es mayor: la Federación Iberoamericana de Ombudsman (FIO) –que reúne a 20 defensorías, procuradurías y comisiones de derechos humanos de la región– calcula que nuestra sobrepoblación es de 219%.
Lo que estos números reflejan es una realidad en la que una enorme cantidad de presos tiene que dormir en los pasillos o pagar dinero para compartir una cama. Este hacinamiento, además, agrava los pésimos servicios básicos que existen en nuestros penales en lo que toca a la alimentación, la salud, la salubridad y la seguridad. Lo que explica, por ejemplo, que en el 2012 el INPE informara que más de 1.200 presos del país tenían tuberculosis. O que, solo por mencionar un caso más, luego de una evaluación médica hecha el año pasado en el penal de Huamancaca, más del 50% de presos tenían enfermedades respiratorias, como bronquitis y neumonía. Se comprende así que –como bien ha resaltado un informe del año pasado por la mencionada FIO– en los penales de nuestro país se violen diariamente los derechos humanos de los internos. Para decirlo de otra manera: solo el nivel de hacinamiento que existe en ellos ya hace que nuestros penales sean en sí una violación de los derechos humanos.
La sobrepoblación carcelaria, además de perjudicar las condiciones de vida de los reos, implica por otro lado un peligro para todos los ciudadanos, pues dificulta el control de los internos. Esto no solo incide en un mayor riesgo de fuga, sino también en la tasa de delitos cometidos desde los penales. El año pasado, la policía daba cuenta de que el 95% de las llamadas de extorsión que se hacen en nuestro país sale de las propias cárceles. A esto se le suma que muchas de las principales mafias de secuestradores, ladrones, sicarios y narcotraficantes operan hoy en día desde las prisiones.
Al menos hasta que no tengamos una reforma integral de la burocracia de nuestro país (a la manera de la planteada por el sistema de la Ley Servir), el camino para solucionar la problemática de nuestros penales no parece encontrarse en el Estado. Ciertamente, la velocidad con la que el INPE ha construido más penales en los últimos años no es un buen augurio.
Hay que considerar para nuestras penitenciarías lo que este gobierno hace –revolucionariamente– en el sector Salud: que los privados se encarguen de la construcción, mantenimiento y gestión de las prisiones (incluidos los servicios penitenciarios) implicaría que las empresas que ganen las licitaciones tengan que cumplir altos estándares de calidad que le imponga el Estado o pagar las penalidades correspondientes, pudiendo incluso perder sus contratos. La labor del INPE se reduciría a vigilar que las empresas cumplan bien los hitos y estándares a los que se obligarían en sus contratos con el Estado.
Este esquema no es nuevo, y funciona ya de manera exitosa en varios países. Tomemos el ejemplo de Estados Unidos. En los noventa, diez años después de que se inició la “privatización” de penales, el 50% de las cárceles privadas tenía ya una acreditación independiente que certificaba buenos niveles de seguridad y trato a los internos, acreditación que solo había recibido el 10% de las cárceles estatales. Además, al 2012, las cárceles privadas registraban la mitad de denuncias de violaciones de derechos humanos de los internos que las públicas, y la principal concesionaria privada contaba con una tasa de escapes diez veces menor que la del promedio estatal.
Es cierto que algunos detractores del modelo sostienen que aplicarlo en nuestro país implicaría un mayor gasto para el gobierno. Sin embargo, esto no toma en cuenta los altísimos costos que significa para la sociedad tener un sistema penitenciario que condena a la sociedad a albergar en sus prisiones una gran fuente de inseguridad general y a los presos a una tortura diaria, sin que haya en nuestros penales más posibilidades de “rehabilitación” que las que ofrecen la heroica y constante labor de algunos representantes de diferentes iglesias.