El jueves, el titular de la Comisión Permanente, Pedro Olaechea, presentó una demanda competencial ante el Tribunal Constitucional (TC) contra la disolución del Parlamento dispuesta por el presidente Martín Vizcarra el 30 de setiembre pasado. La medida pretende que el máximo intérprete de la Carta Magna se pronuncie sobre la pertinencia legal de la decisión tomada por el jefe del Estado y, de manera específica, sobre las competencias del Ejecutivo para presentar una cuestión de confianza sobre materias que son “competencia exclusiva y excluyente” del Congreso, como la elección de los magistrados del TC.
Tras la disolución del Congreso, este Diario ha resaltado en más de una ocasión la importancia de que el referido tribunal se pronuncie sobre dicha acción, como manera de sortear la crisis política y jurídica que esta ha desencadenado. Por su lado, entidades como la Organización de Estados Americanos y la Defensoría del Pueblo han hecho lo propio: incluso, el defensor del Pueblo, Walter Gutiérrez, ha declarado que su institución evalúa plantear una acción competencial ante el organismo constitucional.
El presidente Vizcarra, también, en una entrevista a este Diario, señaló: “Si en algún momento hay una opinión del Tribunal Constitucional sobre este o cualquier otro tema, la acogeremos y la respetaremos”. Por ello la reacción del Ejecutivo a la demanda planteada por Pedro Olaechea resulta lamentable y no ayuda a la resolución del problema, toda vez que expresa una intención de que el conflicto se sofoque en el plano procedimental y demuestra poca voluntad por que el fondo de esta confusión sea resuelto.
Al ser consultado sobre el tema ayer, por ejemplo, el mandatario aseguró que, por haber presentado un documento firmando como presidente del Congreso, Olaechea “está usurpando un cargo que no le corresponde” (ya que al estar disuelto el Legislativo, no existiría más quien lo encabece). Una posición que se condice con la del primer ministro Vicente Zeballos, quien añadió que “estas medidas [la demanda competencial] no hacen más que alimentar cierta zozobra ante la opinión pública”.
De esta manera, preocupa que el Gobierno se haya dedicado de inmediato a señalar obstáculos para un proceso que ha asegurado estar dispuesto a reconocer. Proceso, además, por el cual debería estar particularmente interesado, considerando que si el TC falla a su favor, podría ungir con legalidad una decisión que ha llevado al límite el balance de poderes de nuestra democracia y que es hasta ahora cuestionada por varios sectores de la población.
Cuando de controversias legales se trata, es común que las partes busquen valerse de elementos procedimentales para anular el caso expuesto por el rival. Detalles cuya relevancia, dicho sea de paso, le corresponde ponderar al ente judicial competente (en este caso, el TC). No obstante, estas prácticas se saborean arbitrarias cuando se vuelcan a una disputa de la magnitud de la actual, donde lo que está en juego es el futuro institucional del país.
Del mismo modo, es por lo menos antidemocrático el argumento de que la institución directamente afectada por la decisión del jefe del Estado, ahora representada por la Comisión Permanente, no pueda presentar una demanda competencial. En todo caso, la Defensoría del Pueblo podría finalmente animarse a tomar la acción que su titular ha declarado estar contemplando más temprano que tarde.
En esa línea, y si lo que verdaderamente define el comportamiento de este Gobierno es el bienestar del país, el presidente y su equipo deberían saludar la posibilidad de que el cierre del Congreso sea escudriñado minuciosamente. La defensa que plantee el Ejecutivo a la disolución no debe apuntar a lidiar con la menudencia legal de las demandas que puedan hacerse, sino a lo que verdaderamente importa: el sustento constitucional que asegura existe detrás de la medida. Solo así podremos obtener las respuestas que necesitamos.