La disposición poco protocolar con la que Pedro Pablo Kuczynski se ha estrenado en su rol de presidente de la República le ha reportado hasta ahora algunas simpatías entre la población, pero también ciertos costos políticos que no se puede dar el lujo de asumir.
Una cosa es, en efecto, insinuar pasos de baile en medio de circunstancias finalmente festivas o cubrirse la cabeza con un pañuelo durante una ceremonia mientras le consiguen una gorra para protegerse del sol. Y otra, muy distinta, prestar declaraciones de naturaleza política en las que expresa la intención de aprovechar el interés por las ‘prebendas’ que pudiera existir en los integrantes menos comprometidos de la bancada de Fuerza Popular para ‘jalárselos’ a la suya. Porque, por más que luego él mismo y otros voceros del gobierno hayan querido sostener que lo “interpretaron mal”, eso fue exactamente lo que sugirió en la entrevista que concedió días atrás al diario español “El País”.
A una pregunta sobre los problemas de un gobierno en minoría y la eventual colaboración que pudiera esperar del fujimorismo, Kuczynski respondió lo siguiente: “No todos los 73 congresistas de la bancada fujimorista son miembros del partido; habrá como 30 que se subieron al carro creyendo que ella [Keiko Fujimori] ganaba y que recibirían una prebenda. Lo que hay que trabajar desde un punto de vista completamente egoísta es ‘jalarse’ a algunos de esos”.
Decir que determinados congresistas se subieron al carro del fujimorismo a la espera de prebendas es la inequívoca descripción de una partida de aventureros políticos. Y ‘jalarse’ a alguien (sobre todo con el enclítico ‘se’ final) no tiene el sentido de atraerlo por la vía de los argumentos, como pretende ahora el oficialismo, sino el de incorporar, por la vía de la oferta tentadora, a un jugador o miembro de otro equipo, al propio. Máxime cuando eso es entendido, además, como un gesto ‘egoísta’. Es decir, que ha de beneficiar a quien habla (en este caso al nuevo presidente) en perjuicio de alguien más (en este caso, Fuerza Popular).
Eso lo sabe y lo comprende cualquier hablante competente del castellano con el que nos comunicamos cotidianamente los peruanos. Y tratar de persuadirnos de que no se dijo lo que se dijo –como invariablemente hacen los políticos cada vez que desbarran en sus expresiones– es solo ahondar el problema.
Reflexión aparte merece, por otro lado, el que fuesen precisamente esos presuntos parlamentarios sedientos de prebendas los que se señalase como apetecibles para el enrolamiento. Eso es, sin coartadas posibles, un guiño al peor de los transfuguismos.
En realidad, todo indica que PPK fue una vez más víctima de lo que él considera una forma ‘casual’ de hablar. La misma que le hizo decir durante la campaña que Verónika Mendoza no había hecho nada en “su perra vida” o que lo más probable es que el hijo de un ratero sea “ratero también”, en clarísima alusión a Keiko Fujimori. O la que lo movió a convocar a los trabajadores de Doe Run a una marcha de protesta hasta el Congreso, cuando ya era presidente electo… para luego, cuando resultó evidente que la iniciativa era un despropósito, afirmar: “Eso fue un decir nada más”.
El problema, no obstante, es que ni como candidato presidencial ni como presidente electo sus palabras podían ser tomadas como ‘un decir’. La gente, más bien, tendió a asimilarlas como el anuncio de un estilo o de acciones concretas una vez que asumiera el poder, y en esa medida tuvieron un costo para él.
¿Cuánto más grave será, entonces, que ahora haya dicho lo que dijo ya como mandatario en funciones?
Por eso, en lugar de tratar de echarle la culpa al prójimo con la tesis de la mala interpretación, lo que tendrían que hacer desde el oficialismo es ofrecer disculpas, asimilar que las palabras del presidente tienen ahora un valor distinto y empezar a dispensarlas con el cuidado que corresponde a quien ha asumido una responsabilidad tan grande.