Tanto para los que inicialmente lo apoyaron como para aquellos que lo miraban con desconfianza, el gobierno del nacionalismo ha dejado varias deudas pendientes. Quizá la más significativa para la mayoría de la población sea el estado de la inseguridad ciudadana y la sensación de que el crimen –el común y el organizado– ha alcanzado niveles inaceptables.
Por supuesto, más allá de las declaraciones desafortunadas de algunos ex ministros y del mismo mandatario, el asunto trasciende la simple percepción. Basta con mencionar que, según el Barómetro de las Américas 2014, el porcentaje de peruanos que ha sido víctima de la delincuencia escaló a 30,6% en el 2014 para posicionarse como el más alto de la región.
El reciente atentado criminal contra un conocido circo de la capital ha echado más leña al fuego y motivó una nueva discusión sobre las medidas a emprender para enfrentar la violencia a la que las ciudades se vienen, resignadamente, acostumbrando. Mientras que algunas de las propuestas sobre la mesa pueden traer remedios peores que la enfermedad o ser llanamente inefectivas, menos discutidas, otras tienen el potencial de atacar los temas de fondo.
Entre las iniciativas del primer tipo se encuentra, por ejemplo, la planteada por los alcaldes de San Juan de Miraflores, San Juan de Lurigancho y Comas, además del gobernador del Callao, respecto a la participación de las Fuerzas Armadas para combatir la delincuencia en las calles. Sin embargo, como explica la editora de Lima de este Diario, Sandra Belaunde, ello difícilmente resolvería la situación.
En primer lugar, porque la inteligencia policial –aquella que, por ejemplo, capturó a Abimael Guzmán– está mejor preparada que los militares para enfrentar el crimen organizado. En segundo lugar, porque, como ha explicado el ministro del Interior, José Luis Pérez Guadalupe, las FF.AA. no están capacitadas para combatir la delincuencia, sino para luchar contra un enemigo en un contexto de guerra, lo que potencialmente agravaría la violencia. Y en tercer lugar, porque los derechos relativos a la libertad y seguridad personales de los vecinos se verían seriamente afectados. Todo ello no quiere decir que en el mediano plazo no se pueda planear una progresiva y cuidadosa reasignación de capacidades del Ministerio de Defensa a Interior, pero lo sugerido por los alcaldes y el gobernador no es la forma de lograrlo.
Otra de las iniciativas que se mantiene en discusión y que tiene pocos visos de obtener resultados positivos –a pesar del aplauso que pueda traer de algunos sectores– es el endurecimiento de las penas a los criminales. En efecto, como parte de las facultades legislativas delegadas al Ejecutivo, el presidente anunciaría en su discurso de Fiestas Patrias que aumentará las sanciones para los sicarios y los menores de edad que delinquen, supuestamente para obtener un mayor efecto disuasivo.
Esto revela una visión estrecha de la administración. Es poco lo que se puede lograr haciendo más duras las condenas si los criminales no siguen el debate político sobre en cuánto se han incrementado las sanciones, si es poco probable que sean capturados, si una vez capturados pueden ser dejados en libertad por un Ministerio Público y un Poder Judicial ineficientes, y si, en fin, incluso desde la prisión pueden seguir coordinando delitos.
Por su parte, de las propuestas que apuntan a solucionar de forma efectiva las limitaciones de la seguridad ciudadana se escucha menos. Hay algunas simples. Por ejemplo, ante el aumento de los crímenes cometidos con armamento de guerra, se debe mejorar las capacidades de logística y almacenamiento de las FF.AA. En varios casos, los delincuentes obtienen armas a partir del descuido en que se encuentra el equipamiento militar –tanto el vigente como el obsoleto–.
La infraestructura de las comisarías es también una grave limitación. ¿Cómo se espera luchar efectivamente contra el crimen organizado –cada vez más sofisticado y con acceso a tecnología– si 970 de las 1.444 comisarías del país no cuentan siquiera con radios interconectadas, mientras que 829 no tienen teléfono propio? En términos generales, el potenciamiento de la inteligencia policial, hoy en abandono, resulta absolutamente clave para enfrentar la inseguridad.
Finalmente, como hemos mencionado en anteriores ocasiones, urge mejorar la coordinación entre la policía, el Ministerio Público y el Poder Judicial. Según el Ministerio del Interior, aproximadamente 90% de los detenidos por la Dirección de Criminalística de la policía son puestos en libertad.
Existe, entonces, espacio de sobra para que el Ejecutivo, en coordinación con instituciones como la procuraduría, avance en la lucha contra la delincuencia sin la necesidad de mayores facultades ni de medidas populistas pero últimamente inefectivas. Pero a un año de que acabe el período de gobierno y con pocas ideas nuevas que mostrar, la deuda de la seguridad ciudadana parece que tendrá que ser asumida por una próxima administración.