Se cumplen hoy cien días de la llegada a la presidencia de Dina Boluarte y la tradición invita a hacer un primer balance de su gestión. Una mirada retrospectiva al episodio que la llevó a asumir el cargo puede generar la sensación de que aquello sucedió en una época remota en la que las condiciones eran muy distintas, pero si se vuelve los ojos más bien a lo que se ha hecho y se ha dejado de hacer durante la administración que ella encabeza, los días darían la impresión de haber pasado volando. En otras palabras, es más lo que simplemente ha ocurrido que lo que se ha llevado a cabo durante todo este tiempo.
La actual mandataria tomó las riendas del Ejecutivo de manera constitucional, a raíz de la destitución de la que fue objeto su antecesor, Pedro Castillo, por haber puesto en marcha un golpe de Estado que, felizmente, fue conjurado a las pocas horas. Conviene subrayarlo, porque la cantidad de versiones interesadas que, desde dentro y fuera del país, tratan de distorsionar esa rotunda verdad es pasmosa. Ella, como se sabe, sucedió a un gobernante nefasto y la sola circunstancia de que la suma de incompetencia y corrupción que lo rodeaba haya sido alejada de Palacio de Gobierno parece un logro, pero, en rigor, no lo es. Sí se puede anotar en el haber de la presidenta, en cambio, el hecho de que, desde entonces, se haya removido a buena parte de los funcionarios que el castillismo colocó en la administración pública por razones que nada tenían que ver con su idoneidad para el cargo o su probidad. Acabamos de ver un ejemplo de lo mencionado en la presidencia de Indecopi con la acertada destitución de Julián Palacín, pero es evidente que la tarea de profilaxis no ha terminado.
A poco de haberse ceñido la banda, tuvo ella que lidiar con una prolongada asonada que buscaba deponerla y estaba alentada, en buena parte, por intereses criminales. Logró remontar la situación y preservar el orden institucional, pero el saldo de 60 muertes es terrible; particularmente cuando en varias de ellas existen indicios de que fueron consecuencia de un uso desmedido de la fuerza por parte de la autoridad y ajeno a los protocolos que la regulan. La fiscalía está investigando cada una de ellas y la expectativa por los resultados de tales indagaciones y lo que el Poder Judicial podría sancionar a partir de ellas es grande, pues, en la eventualidad de que las responsabilidades señalen al Gobierno, hablamos de un peso abrumador para quien deba cargarlo en lo político y en lo penal.
Además, sus continuos yerros comunicacionales (como los de “Puno no es el Perú” o su ‘invitación’ a los manifestantes que se movilizaban desde el sur hacia la capital a “tomar Lima, pero en paz”) y algunas situaciones pésimamente manejadas (como la irrupción a la Universidad de San Marcos con tanquetas) no solo le generaron serios quebraderos de cabeza a su administración, sino que reforzaron la percepción entre un sector de la ciudadanía de que capitanea un gobierno autoritario.
En la elección de su equipo ministerial, por otra parte, se distinguen más aciertos que errores. Se deja ver que los criterios técnicos han primado sobre cualquier otro en la mayoría de los casos. No se pueden soslayar, no obstante, los problemas que empiezan a saltar precisamente en esa esfera –la de los nombramientos por amistad o conveniencia– con personas de su entorno, como Grika Asayag y los cuestionables servicios que ha brindado al despacho presidencial.
Por último, los cien días en el cargo encuentran a Boluarte enfrentando la prueba de fuego que supone la emergencia desatada en nuestras costas por la cercanía del ciclón Yaku. Todo el país espera que esté a la altura del reto y tenga los reflejos para atender con rapidez a los damnificados.
Finalmente, resta ver cómo reaccionará ante la decisión de la Comisión de Constitución del Congreso esta semana de rechazar el enésimo proyecto de adelanto de elecciones; una propuesta que ella misma ha abanderado, pero que hoy parece más lejana que nunca.