En nuestro país, según los resultados de la Encuesta Nacional Especializada en Discapacidad publicados este año, aproximadamente 1,6 millones de personas tienen algún tipo de discapacidad, lo que equivale al 5,3% de la población total. Y, si bien existen historias de profesionales exitosos en diversos campos dentro de este grupo, estos casos son excepcionales.
Pese a que la mayoría de personas con algún tipo de discapacidad está ocupada (88%), la mayor parte se desempeña de trabajador independiente en oficios como artesano o vendedor ambulante. Solo una de cada cuatro personas discapacitadas empleadas trabaja como dependiente. Muchas de ellas sufren de discriminación y deben enfrentar grandes barreras para ser solventes económicamente.
Para ayudar a esta población en desventaja, el Congreso aprobó en el 2012 la Ley General de la Persona con Discapacidad. Entre otras disposiciones, la norma exige a las instituciones públicas que al menos 5% de su planilla este conformada por personas con discapacidad. La cuota es de 3% en el caso de las empresas con más de 50 trabajadores. Desde enero del 2016, la Superintendencia Nacional de Fiscalización Laboral (Sunafil), los gobiernos regionales y otras entidades del Ministerio de Trabajo (Mintra) empezarán con la revisión de la planilla electrónica para verificar el cumplimiento de la norma.
Es cierto que se requieren políticas activas a favor de la inclusión de las personas con discapacidad en la vida económica del país. No obstante, la imposición de una cantidad mínima por institución pública o privada difícilmente es la mejor solución.
En primer lugar, hay aspectos prácticos que hacen que imponer sanciones a partir de enero sea insensato. Como resalta Jorge Luis Acevedo, abogado laboralista, el reglamento necesario para aplicar la ley recién estuvo claro a mediados de este año, dando a las empresas menos de seis meses para modificar su planilla. Y para las compañías que hicieron el esfuerzo de buscar trabajadores con discapacidad, el desarrollo incipiente de la bolsa especial de trabajo, a cargo del Mintra, y de los centros de salud acreditados, mermaron sus posibilidades de cubrir la cuota.
En segundo lugar, y más allá del momento adecuado de la aplicación de la norma, hay problemas de fondo con su concepción. ¿Qué sucede en caso no haya personas discapacitadas con las habilidades necesarias para desempeñar ciertas actividades productivas? ¿Qué debería hacer la empresa que ya tiene a su planilla completa, con personal capacitado y con experiencia? ¿Despedir a los buenos trabajadores para cumplir la cuota? ¿Contratar más empleados aun así no los necesite? ¿Y qué de aquellos oficios de riesgo en los que la participación de personas con discapacidades puede suponer un peligro para ellos u otros trabajadores?
Como con otras normas de acción afirmativa, la cuota por discapacidad discrimina de manera injusta a todos los que no se benefician directamente de ella e impone una carga adicional en el ya rígido y poco dinámico mercado laboral peruano.
Si se quiere ayudar a las personas con algún tipo de discapacidad a insertarse en el mundo laboral, existen otras alternativas más efectivas que el sistema de cuotas. Exoneraciones tributarias para las empresas que los empleen, programas de capacitación especiales que articulen las habilidades potenciales de distintas personas con discapacidad con la demanda por trabajo, registro adecuado de las limitaciones (a la fecha, solo el 7% de discapacitados cuenta con un certificado de discapacidad), entre otras varias medidas, pueden mejorar la situación de aquellos en desventaja sin restarle competitividad a la economía local. Si queremos ayudar a hacer de nuestro país uno más inclusivo, empecemos haciendo las cosas bien.