Editorial: Educación para pocos
Editorial: Educación para pocos
Redacción EC

“Evaluaremos el cierre de algunas universidades en caso de que no cumplan los estándares de calidad”, sentenció Lorena Masías, la flamante jefa de la entidad creada por la . El inconveniente de estas declaraciones, sin embargo, es que la semana pasada, el dejó al voto la demanda de inconstitucionalidad presentada por 45 congresistas y en que muy probablemente esta institución con otras disposiciones terminen siendo anuladas. Y decimos que es muy probable su anulación pues, desde que se presentó el proyecto de ley, claramente se evidenció su carácter inconstitucional por la flagrante vulneración al principio de autonomía universitaria. 

El tema de fondo de esta discusión es que la Sunedu, organismo adscrito al Ministerio de Educación, tendría amplios poderes y discrecionalidad para establecer quién puede dedicarse a la actividad universitaria, a qué reglas se sujetará la enseñanza, qué materias obligatorias deberán enseñarse, qué características debe tener la plana docente, cómo debe ser la infraestructura de cada institución educativa, qué programas y carreras pueden crearse, entre otras atribuciones que le dan al gobierno el poder de intervenir e incluso condicionar la existencia de las universidades. 

El problema de esta situación es que justamente uno de los roles más importantes de las universidades, aparte de educar a sus alumnos, es servir como centros de libertad de expresión, lugares de discusión y espacios de creación e, incluso, en ocasiones, de legítima oposición al gobierno. ¿Qué mejor manera de acallar movimientos políticos que clausurando sus centros de difusión? De ahí la importancia del principio de la autonomía universitaria como garantía contra la injerencia de los intereses del gobierno de turno en las universidades.

Ahora, imaginemos por un momento que los gobiernos venideros estarán copados de funcionarios probos que no harán uso de la Sunedu como herramienta política. Aun de ser el caso, la Ley Universitaria no solo no servirá para elevar la calidad educativa, sino que, por el contrario, atentará en su contra. Veamos por qué.

En primer lugar, los irrazonables requisitos que impone la ley a las universidades para funcionar ahuyentarán cualquier tipo de inversión privada. Por su lado, los defensores de la norma argumentan que es justamente ese uno de los propósitos para los que fue pensada la ley: acabar con las llamadas universidades negocio. Sin embargo, y para decepción de muchos, debemos reconocer que quienes no puedan ver algún tipo de ganancia en sus inversiones se abstendrán de hacerlo, y lo cierto es que sin inversión sencillamente no hay educación. ¿O acaso esperamos que los inversionistas se transformen repentinamente en filántropos con la aprobación de una ley?

Incluso en el caso de que los propietarios de las universidades que no cumplan con los requisitos exigidos por la ley quisieran ponerse en regla, la lentitud de los organismos del Estado encargados de adjudicar licitaciones y la burocracia en la implementación de la tecnología harían imposible alcanzar los estándares de infraestructura necesarios en el plazo establecido.

A fin de cuentas, lo único que crea esta valla es un elitismo educativo: no solo el número de universidades se reducirá y, por tanto, la cobertura en educación disminuirá, sino que se reservará el privilegio de la educación superior privada a una ínfima minoría de peruanos que pueda pagar universidades de calidad e infraestructura muy sofisticadas, pues, por supuesto, no podemos esperar que los estándares exigidos no eleven las pensiones en los centros educativos.

No hay duda de que el problema de la educación superior en nuestro país es complejo, pero en lo absoluto se debe al número de universidades en el mercado. Por el contrario, es gracias a las universidades privadas que son cada vez más los jóvenes que pueden acceder a una educación superior. El Estado, en lugar de buscar mejorar la educación mediante medidas intervencionistas y deficientes, debería facilitar a los usuarios la información acerca de la empleabilidad de los egresados de cada universidad, así como permitir la acreditación de las universidades por parte de auditorías privadas e independientes. Así, la decisión acerca de la calidad de la enseñanza quedará en las manos de quienes son los verdaderos indicados para juzgarla: los estudiantes.