Editorial El Comercio

Cuando las aguas se calmen y toque reflexionar sobre este período, será inevitable señalar que gran parte del drama político y la violencia que vive hoy el país se hizo posible gracias a lo que fue la penosa presidencia de Pedro . Es innegable que la división entre peruanos es un mal histórico, pero también es cierto que, durante 16 meses, el país fue testigo de uno de los esfuerzos divisivos más insidiosos de la historia reciente. Desde las plataformas más encumbradas del poder político se sembró encono y se esparcieron medias verdades. El Perú cosecha ahora los resultados.

En esta trama, Castillo lógicamente ocupa el papel protagónico, pero no el más activo. Ese rol le corresponde a quien fuera su ministro de Justicia y Derechos Humanos por medio año, titular de la Presidencia del Consejo de Ministros (PCM) por 10 meses, y luego asesor de esta última entidad en el tramo final. En otras palabras, es difícil pensar en el clima actual de hostilidades sin tener presente la venenosa influencia de .

La eficiencia de la PCM en esta tarea se distinguió de la del resto de áreas del . No hubo improvisación ni en el contenido de su mensaje ni en los mecanismos de difusión. Respecto de lo primero, Torres construyó sobre la retórica divisiva heredada de Perú Libre. Para ello, explotó todas las fibras sensibles de causar polarización. Aplicó –con un aura que mezclaba la saña con la inimputabilidad– un discurso clasista y racista. “Ustedes, aquí, mírense al espejo, quiénes somos. Y por eso nos desprecian. Por eso nos han relegado”, decía a su audiencia en una alocución que, con descaro, compartió en sus redes a inicios de año.

Respecto de lo segundo –los mecanismos de difusión– el gobierno de Castillo fue pródigo en eventos proselitistas a los que, en un intento de encubrimiento, llamó consejos de ministros descentralizados. A través de estas plataformas políticas, Torres y su equipo pudieron llevar su prédica, en persona, a todos los extremos del país. En sus conferencias regulares, el contenido violento de sus mensajes incluía “ríos de sangre” en contextos de revuelta popular y vejámenes sistemáticos a la prensa. Si las ideas de Torres y compañía –como su sucesora, Betssy Chávez– encontraron eco es porque apelaban también a brechas obvias y relegadas de la sociedad peruana por años, pero en lugar de aprovechar la posición de poder para dar prioridad a su cierre, las explotaron e instrumentalizaron.

Las consecuencias de esa retórica las experimentamos hoy. El episodio de ayer en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, por ejemplo, es una de las tristes secuelas de la administración anterior. Luego de que un grupo tomara indebidamente la casa de estudios para alojar a manifestantes y la agresión y robo a efectivos de seguridad interna, el Consejo Universitario y la rectora, Jerí Ramón, autorizaron el ingreso de efectivos policiales para recuperar el campus. La fuerza utilizada en la intervención, sin embargo, difícilmente fue proporcional a los hechos que la suscitaron. Las imágenes de la tanqueta ingresando al campus y otras que circularon ayer restan legitimidad a las intervenciones de la PNP y ceden terreno innecesariamente a la narrativa de los violentistas. Su efecto final es el opuesto al que se buscaba.

A pesar de su innegable rol en el golpe de Estado de diciembre pasado y de su papel en la crisis que enluta hoy el Perú, el extitular de la PCM sigue libre, vigente y desafiante. Su presencia polarizadora en la vida pública es un escollo para recuperar niveles de entendimiento que permitan, eventualmente, soluciones dialogadas. Con tiempo, la historia se encargará de ponerlo en su lugar. Y esperemos que la justicia lo logre incluso antes.

Editorial de El Comercio

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