No es necesario dorar la píldora. En términos de competitividad –entendida como la capacidad de un país para crear riqueza y mejorar la calidad de vida de sus ciudadanos–, el Perú no destaca en casi ningún frente. En el ránking del Foro Económico Mundial, el país no ocupa los primeros puestos de competitividad en casi ningún pilar evaluado. La única excepción es su fortaleza macroeconómica, es decir, su buen manejo de la inflación y de las cuentas fiscales. En este aspecto comparte el primer lugar del ránking con otras naciones. De hecho, el desarrollo económico de las últimas décadas se hizo sobre la base de la responsabilidad del Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), del Banco Central de Reserva (BCRP), y de un consenso político básico sobre la importancia de cuidar este activo nacional.
Por ello mismo, deteriorar el mayor punto de ventaja del país es un sinsentido en un contexto de recuperación económica después de una crisis devastadora. Y eso es, precisamente, lo que se lograría de continuar en el rumbo actual. Esta semana, la agencia de calificación crediticia Fitch Ratings revisó de “estable” a “negativa” la perspectiva del Perú. De acuerdo con la institución, “la baja cohesión política y de instituciones desde el 2016 podría socavar la capacidad del próximo gobierno de implementar un amplio rango de reformas fiscales, políticas y de productividad económica”.
Al mismo tiempo, Jaime Reusche, vicepresidente senior de Moody’s, otra de las grandes agencias calificadoras, señaló en una entrevista reciente para este Diario que, si se proyecta el ruido político de las últimas semanas hacia adelante, se “va a afectar la recuperación y […] el rebote de la economía el próximo año no va a ser tan importante o fuerte”. Además, reveló que su agencia estuvo “bastante cerca” de revisar a la baja la calificación actual del Perú durante el período de inestabilidad reciente.
La erosión fiscal, por supuesto, no es exclusiva del Perú. La pandemia explica que este año todos los países hayan sufrido golpes en sus ingresos tributarios y gastos no planificados. Lo que sí es propio del Perú es su nivel de descomposición institucional y política, que ha sumado a una circunstancia inevitable y global enormes daños autoinfligidos y, en consecuencia, evitables.
El mal manejo de la crisis tanto en el aspecto económico como en el de la salud en meses pasados, la aprobación de leyes nocivas basadas únicamente en el aplauso popular y la bochornosa inestabilidad política han constituido un ambiente tóxico del que no será fácil salir. Desde el extranjero se empieza a notar lo mismo.
La incertidumbre aún es grande. Con elecciones generales a pocos meses y la amenaza de una segunda ola de infecciones. Lo que viene podría ser muy complicado. Para surcar estas aguas, no se puede soslayar la importancia de un liderazgo político efectivo y responsable que empiece a darle un rumbo predecible al país. Solo en la medida en que el Perú logre dar señales de estabilidad y compromiso por sus propias reglas será percibido como un destino apto para recibir los créditos e inversiones que necesita para reflotar.
La fortaleza macroeconómica no es un ejercicio abstracto. Aunque en ocasiones sea difícil notarlo, de esta depende la capacidad de las empresas y familias de invertir, ahorrar y prosperar en el largo plazo. Las primeras llamadas de atención serias al respecto ya han empezado a llegar; solo serán más graves y perjudiciales conforme el Perú se perciba continuamente como una nación a la deriva.
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