Editorial El Comercio

A grandes rasgos, la receta para el desarrollo de los países en el largo plazo es medianamente conocida. Un eficiente, un sector privado dinámico y reglas claras que se cumplen para todos los ciudadanos son algunos de sus pilares más elementales. En el Perú, cualquier observador sensato notará que, de un tiempo a esta parte, estas condiciones se han venido debilitando. Y si bien la preocupación es generalizada, es el creciente desprecio por el Estado de derecho lo que tiene el potencial más inmediato para hundir al país en una espiral insalvable.

Por eso las recientes con un uso ilegítimo de la fuerza deben ser tomadas con enorme seriedad. El caso más llamativo sucedió el jueves pasado en el distrito de Urarinas, en la provincia y región de Loreto. Comuneros de la zona secuestraron a más de 150 turistas –entre nacionales y extranjeros– como medida de extorsión para que el atienda sus demandas. Tras negociaciones con la comunidad, los retenidos fueron puestos en libertad al día siguiente.

Los manifestantes reclamaban pronta solución a los problemas ambientales generados por un derrame de petróleo ocurrido a mediados de setiembre. El reclamo puede ser válido (de acuerdo con el Ministerio de Energía y Minas, la causa del vertimiento de crudo no fue el deterioro de la tubería del Oleoducto Norperuano, sino un acto de sabotaje), pero nada justifica el secuestro de inocentes pasajeros como método de presión. Más bien, la impunidad con la que se realizan estas acciones ilegales –y su efectividad para conseguir sus objetivos– alienta a más grupos a perseguir las mismas estrategias. En la ecuación, para los manifestantes hay poco que perder y mucho que ganar. El costo es para las víctimas y para la imagen del país como destino turístico y de inversión.

Mientras eso sucedía al nororiente del país, en la misma semana el corredor vial del sur era escenario de bloqueos en la zona de Cusco. En consecuencia, la minera Las Bambas anunció que reduciría sus operaciones. En la misma región, por motivos de protesta diferentes, se cerró al acceso a Machu Picchu y otras atracciones. En Apurímac, comuneros siguen invadiendo los terrenos del tajo Chalcobamba e impidiendo su explotación. En Ayacucho, unos 30 comuneros de Casma Palla Palla quemaron parte de las instalaciones de la unidad minera Inmaculada. Todo eso en el lapso de pocos días.

Si este tipo de violencia se ha expandido en los últimos meses –como sugieren informes recientes–, es porque funciona. De acuerdo con la Defensoría del Pueblo, por ejemplo, durante setiembre los conflictos alcanzaron un total de 211, el mayor de los últimos 12 meses. Desde el inicio del gobierno del presidente Pedro Castillo, la estrategia para prevenir y resolver este tipo de situaciones ha sido pobre –y, en ocasiones, incluso las ha azuzado–. El mensaje, por supuesto, ha llegado fuerte y claro a quienes quieren aprovechar la falta de acción del Ejecutivo para preservar los derechos de las mayorías. En este contexto de vacío de autoridad, el incremento de la conflictividad no solo era posible; era predecible.

Es cierto que los ciudadanos más vulnerables tienen enormes limitaciones para hacer oír su voz de manera legítima a través de los canales tradicionales que la democracia ofrece. Esa es una agenda pendiente de trabajo urgente y que pasa por mejorar la representatividad política, promover desarrollo económico en comunidades rurales, mayor participación activa en medios de comunicación nacionales, entre otros asuntos siempre postergados.

Sin embargo, lo que no se puede permitir es que estas condiciones se utilicen de excusa para pasar por encima –impunemente– de los derechos del resto. En algunos casos, de hecho, liderados por mafias y curtidos grupos de extorsión. Ese camino, sabemos, solo conduce a una disfuncionalidad y parálisis absoluta de la sociedad. La advertencia está hecha.

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