La llegada del COVID-19 al país mereció una reacción sin precedentes del Gobierno Peruano. Con el objetivo de ralentizar los contagios y salvar la mayor cantidad de vidas posible, el presidente Martín Vizcarra decretó una rígida cuarentena a mediados de marzo (próxima a cumplir 100 días) y, poco después, la complementó con la instauración de un toque de queda que, hasta ahora, entra en vigencia todos los días de 9 p.m. a 4 a.m. (salvo ciertas regiones, donde se inicia desde las 6 p.m.) y durante las 24 horas del domingo. La lógica era sencilla: mientras más personas se quedasen en sus casas, menos probabilidades habría de que se expandiera la enfermedad.
Aunque la pertinencia (y efectividad) de prorrogar estas medidas como se ha venido haciendo desde finales de marzo puede discutirse, las meridianas restricciones a las libertades individuales que estas determinaciones vienen entrañando han sido aceptadas por la ciudadanía y entendidas como formas extraordinarias de lidiar con un trance fuera de lo común.
Sin embargo, desde el Ministerio del Interior se busca que una de estas medidas excepcionales se convierta en regla por el resto del 2020 y la razón nada tiene que ver con la pandemia. El martes, el titular de la referida cartera, Gastón Rodríguez, aseguró que, junto con el Ministerio de Defensa, se ha propuesto extender el toque de queda hasta fin de año, habida cuenta del “desembalse” delictivo que puede darse una vez levantadas las prohibiciones existentes. “Sabemos que los temas delictivos ocurren más en horas de la noche y en horas de la madrugada. Los fines de semana los delincuentes aprovechan que la gente está llegando de un hecho de diversión para robar”, ha dicho.
Cuando de suprimir derechos se trata, el Estado no puede simplemente agarrarnos el codo cuando le hemos dado la mano. El papel de la Policía Nacional, y por añadidura el del Ministerio del Interior, es garantizar las libertades individuales consagradas en la Constitución y la lucha contra el crimen no puede librarse a costa de ellas. Además, la preocupación por el desborde de la delincuencia precede por lejos la llegada del COVID-19 y es una que, por años, el Estado no ha logrado despejar. Un antecedente que hace temer que, de concedérseles la aludida ampliación del toque de queda, insistan en que este vuelva a prolongarse a fin de año si no logran aprovecharlo como esperaban.
Asimismo, la amenaza de una ola criminal, como la augurada por el señor Rodríguez, tiene que ser una oportunidad para fortalecer a las fuerzas del orden, no un pretexto para implementar medidas de cuestionable solvencia técnica. Frustrar los delitos encerrando a los ciudadanos resulta tan absurdo como prevenir los accidentes de tránsito prohibiendo el uso de vehículos motorizados, y expertos como el exviceministro del Interior Ricardo Valdés han cuestionado la precisión de las aseveraciones del ministro, señalando que buena parte de los crímenes se cometen de día cuando hay más gente en las calles y los bancos están abiertos. Esto último es una clara señal de que hay que mejorar la vigilancia policial durante todo el día si lo que se quiere es proteger a las personas.
Tampoco se pueden mezquinar los efectos que una prórroga del toque de queda tendría en los esfuerzos por reactivar la economía. Muchos comercios ofrecen servicios pasadas las 9 p.m. y más aún trabajan los domingos, por lo que la medida afectaría gravemente sus ingresos.
En suma, superado el estado de emergencia habrá otro desembalse con el que tendremos que lidiar. Los alcances del poder coercitivo del Gobierno también tendrán que ser limitados, especialmente después de que la crisis haya justificado que estos se amplíen, aunque algunos funcionarios parezcan haberse acostumbrado a esta situación.