En el tramo final de su mensaje por 28 de julio ante el Congreso, el presidente Martín Vizcarra lanzó una propuesta que seguramente marcará la agenda política en las próximas semanas. “Quiero aprovechar este momento para convocar a todas las fuerzas políticas a construir un nuevo acuerdo básico: el Pacto Perú”, dijo. Y luego precisó que sería un pacto que “independientemente de quién sea elegido como el próximo presidente, siente las bases de un Perú con consensos básicos, que nos permitan consolidar la democracia, encauzar el debate político y permitirnos avanzar como país, después del bicentenario”. Los asuntos comprendidos en este acuerdo, señaló, serían la salud, la educación, el crecimiento económico, las reformas política y del sistema judicial, y la lucha contra la pobreza.
Pues bien, lo primero que hay que decir al respecto es que los espacios de diálogo y los entendimientos políticos que de allí puedan surgir son siempre bienvenidos; sobre todo, si giran alrededor de materias tan importantes para el desarrollo del país como las enumeradas. Por otra parte, en la medida en que el actual Gobierno no tiene una bancada que lo represente en el Congreso, una instancia como la propuesta permitiría incorporarlo en la discusión.
Al mismo tiempo, sin embargo, no podemos dejar de notar que el discurso suena conocido. No ha habido gobierno, en efecto, que no haya convocado a entendimientos de esta naturaleza con el argumento de que el patriotismo tiene que ser un estímulo para deponer las diferencias ideológicas o programáticas. Y, en principio, claro, tendría que serlo… Pero la historia nos ha puesto reiteradamente frente a la evidencia de que una cosa es lo que los distintos sectores políticos dan por convenido frente a las cámaras y otra, lo que están realmente dispuestos a poner en práctica cuando los resultados electorales han terminado de distribuir las dosis de poder que estaban en juego en las ánforas y un nuevo gobierno inicia su gestión.
Y algo parecido cabe anotar sobre el contraste entre las reglas de civilidad que esas mismas organizaciones políticas firman en cada nueva edición del Pacto Ético Electoral y la reyerta que finalmente se desata una vez que la contienda entra en su fase crítica.
El riesgo de estas grandes invitaciones al consenso es, pues, que a la larga no pasen de ser una suerte de tópicos retóricos: temas clásicos y previsibles que se abordan con frecuencia desde el podio y que hacen lucir bien a quien los sugiere, pero que luego, sin que nadie resulte muy sorprendido, quedan apenas como una colección de frases para el recuerdo. Como una especie de pacto de los montes.
El Acuerdo Nacional –un esfuerzo que, dicho sea de paso, esta nueva propuesta parece desconocer o aspirar a reemplazar– es un buen ejemplo de ello. Preguntémonos, si no, cuántas de sus políticas han sido efectivamente puestas en práctica desde que se firmó hace ya 18 años.
No se puede ignorar, por otra parte, que entre las distintas colectividades políticas que compiten en las elecciones hay a veces diferencias programáticas insalvables, sobre las que no se las puede obligar a transar en aras de una concordia que para ellas no sería tal.
Entre una economía libre y una planificada no hay un verdadero punto medio. Y entre un aliento a la actividad minera como motor fundamental del desarrollo del país y su proscripción absoluta, tampoco. Y eso es solo por citar dos ejemplos de aquellas materias sobre las que, elección tras elección, los peruanos debemos pronunciarnos.
Desde luego que hay otros asuntos en torno a los que el consenso se puede dar por descontado: la democracia, la libertad de expresión, el equilibrio de poderes, la igualdad de todos los ciudadanos frente a la ley… Pero todo eso ya está en la Constitución.
El Gobierno, no obstante, piensa que hay un acuerdo más vasto por conseguir y tiene todo el derecho de ir tras ese empeño. Pero habrá que estar atento a los resultados.