Editorial El Comercio

En los últimos años, el presidente de , , se ha convertido en sinónimo de “mano dura”. Su administración le ha declarado la guerra a la delincuencia, en especial a las famosas maras –organizaciones criminales que han sembrado el terror en el país centroamericano desde los 80–, y lo ha hecho con la pericia con la que se administra una campaña de mercadeo: con mucha cámara, mucho espectáculo y, también, con altas dosis de autoritarismo y severidad. Ingredientes que le han servido para reducir las cifras del crimen en su país y para colocarse, dentro y fuera de él, como un paradigma de la lucha contra los delincuentes.

Se trata, a todas luces, de un líder político seductor y es posible que su estilo termine siendo copiado por muchos populistas en nuestra región. De hecho, no son pocos los políticos y ciudadanos peruanos que ven con buenos ojos lo que ocurre en El Salvador. Pero un vistazo bajo el capó del régimen de Bukele demuestra que los costos de su lucha contra el crimen han sido altísimos, sobre todo para el Estado de derecho salvadoreño.

Todo tiene que ver con la manera en la que el señor Bukele procura sus objetivos. Y una reciente revelación del Departamento de Justicia de esta semana, según la cual Bukele negoció desde el 2019 con los jefes de la MS-13 (la Mara Salvatrucha) para que redujeran los homicidios a cambio de tratos preferenciales a sus integrantes en las cárceles, demuestra lo mucho que está dispuesto a ensuciarse. En este caso, el justiciero pactó con la plaga que dice buscar exterminar, con el fin de vanagloriarse de la reducción en la tasa de homicidios en el país centroamericano. Con lo que demuestra que, junto con la mano dura, hay otra que está dispuesta a negociar por debajo de la mesa en beneficio de la imagen de su administración.

Este destape de Estados Unidos llegó a poco de que el Ejecutivo salvadoreño inaugurase una “megacárcel” para pandilleros. Un acontecimiento registrado en video para el que se contó con 2.000 presos a los que se hizo desfilar semidesnudos para que lucieran sus tatuajes, característica que el bukelismo insiste en promover como marca registrada de los delincuentes (y que ha dado paso a muchas arbitrariedades).

Pero el socavamiento del Estado de derecho por parte de Bukele ha tenido otras fuentes. El año pasado, por ejemplo, anunció que postulará a la reelección a pesar de que la Constitución de su país no se lo permite, gracias a la venia de la Sala Constitucional de la Corte Suprema de El Salvador. Poco antes, parlamentarios adictos al bukelismo habían cambiado a los magistrados de la referida institución, luego de que los anteriores se opusieran a las medidas impuestas por Bukele durante la pandemia. Asimismo, su gobierno ha impulsado otros despropósitos para salirse con la suya, como meter a los militares al Congreso para intimidar a los legisladores a fin de que votasen como el Ejecutivo deseaba y ponerle trabas al trabajo periodístico, limitando la manera cómo los medios informan sobre las pandillas. También, durante la vigencia de un controversial régimen de excepción, se ha detenido de manera arbitraria a muchísimas personas.

Lo más preocupante, sin embargo, es que las cifras de popularidad de Bukele se mantienen altas y, como hemos dicho, existen personas que consideran que su manera de gobernar podría aplicarse en otros lugares. Y este éxito radica en una fórmula harto conocida: un populista identifica a un enemigo y todo en la lucha contra este termina por justificarse. La ciudadanía se siente segura y en el camino está dispuesta a ceder libertades frente al autoritarismo. En la gran mayoría de las veces, esta tendencia desemboca en una pendiente resbaladiza, en la que cada vez más derechos y cada vez más instituciones terminan derrumbándose ante el culto a la personalidad de un tirano. Que, en este caso, es además un seductor.

Editorial de El Comercio

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