Las severas medidas adoptadas por el Gobierno para conseguir el mayor aislamiento social posible y reducir así la expansión del COVID-19 han sido y continúan siendo respaldadas por una enorme mayoría de la población y de la opinión pública en el país. Desde este Diario, y desde este espacio en particular, hemos sido enfáticos en destacar lo necesario de las disposiciones y reclamar responsabilidad de parte de la ciudadanía para respetarlas y hacerlas respetar. Creemos, además, que sancionar con toda la drasticidad que la ley permite a quienes pretendan ignorarlas o burlarlas resulta esencial para asegurar el cumplimiento de la cuarentena. Se comprende, en ese sentido, la indignación que genera entre la población que hasta la fecha haya 11.000 personas detenidas por salir a la calle en desafío de la orden de inamovilidad.
Pero el detalle de que tales sanciones deben limitarse a lo que la ley permite es fundamental e insoslayable. De lo contrario, la emergencia terminaría siendo solo una excusa y una coartada para el abuso, y perdería, de paso, la legitimidad de la que goza entre la ciudadanía.
Esta reflexión viene a cuento a raíz de las escenas que hemos visto hace dos días de un capitán del Ejército abofeteando, insultando y sugiriendo que le estaba “perdonando la vida” a un individuo que violó el toque de queda en Piura. Algunos de los derechos que tenemos los peruanos de a pie dentro del orden constitucional han sido legalmente suspendidos por la situación de excepción que estamos viviendo, pero el de no ser abofeteados por un representante de las fuerzas del orden a su antojo (es decir, el derecho a la integridad física) no es uno de ellos.
Lo más pasmoso de todo, además, es la reacción que el evidente atropello ha generado entre algunos sectores ciudadanos (que han celebrado los sopapos como un escarmiento merecido) y diversas autoridades del Estado. Llama especialmente la atención la tibia reacción de la institución a la que el agresor pertenece –el oficial ha sido solo separado de las labores de patrullaje mientras dure la investigación a la que, supuestamente, se lo ha sometido– y las ambiguas explicaciones ofrecidas sobre el particular por el titular de Defensa, Walter Martos.
En los contactos que ha tenido con la prensa, en efecto, el referido ministro ha afirmado que “las Fuerzas Armadas deben actuar con firmeza, jamás con excesos”, pero al mismo tiempo ha abundado en detalles que tienden a justificar el ejercicio abusivo de autoridad que nos ocupa. Ha subrayado, por ejemplo, la escasa disposición de los piuranos a acatar la orden de inmovilidad social, así como lo convulsionado de la zona específica donde se produjo el episodio (Bellavista, Sullana) y ha hablado también de evaluar “las circunstancias atenuantes”.
Para sustentar el hecho de que el capitán abusador haya sido hasta ahora simplemente separado del patrullaje y no suspendido en todas sus otras labores oficiales, Martos ha declarado: “Lo que tiene que entender la población es que los institutos [armados] tienen sus procedimientos administrativos disciplinarios”. Y también: “En el proceso se determinará [su eventual responsabilidad] para que la institución tome la medida correctiva”.
Pues bien, esperamos que esas acciones correctivas no solo se apliquen, sino que también sean comunicadas a la población, para que quede en evidencia que los abusos de autoridad son debidamente sancionados incluso en situaciones excepcionales como esta.
De cualquier forma, lo que tienen que entender quienes ostentan el monopolio de la fuerza porque todos nosotros –los mandantes en esta sociedad democrática– así lo hemos acordado es que solo pueden hacer uso de ella en los casos taxativamente contemplados por la ley. Lo demás es una violación del Estado de derecho. Y así como al necio que ignoró el toque de queda en Sullana le corresponde la draconiana sanción que las normas establecen para ello, al capitán del Ejército que se sintió autorizado a abofetear a un ciudadano le corresponde lo mismo.