Editorial El Comercio

Desde hace unos días, se ha popularizado en el país el debate respecto de si la economía nacional se encuentra en recesión, en línea con una debilidad progresiva de la actividad productiva. Sin embargo, siendo ese un asunto de suma importancia, probablemente aún más grave es la constatación de que el Perú se hallaría, realmente, en una etapa seria de recesión institucional.

Esta semana, la Corporación publicó su informe 2023, luego de tres años de pausa, respecto del estado de la democracia en América Latina. Los resultados para la región confirman una tendencia de erosión de larga data. En el ámbito general, el apoyo a la democracia cayó de 63% en el 2010 a 48% en el 2023. El informe habla sobre el “declive y vulnerabilidad al que han llegado los países de la región después de una década de deterioro, continuo y sistemático, de la democracia”.

El Perú, no obstante –como el mismo informe reconoce–, es un caso especial. Si bien se registra un aumento en el apoyo a la democracia de cuatro puntos porcentuales entre el 2020 y el 2023, el descontento con el sistema es mayúsculo y creciente. Entre 17 países evaluados, los peruanos son los menos satisfechos con el funcionamiento de su democracia. Apenas el 8% –uno de cada 12 ciudadanos– aprueba la manera en la que opera, lo que lo coloca como el único país de la región con un solo dígito de satisfacción. En el 2011, uno de cada tres peruanos estaba conforme con la democracia. El promedio de la región al 2023 está en 28%, con países como Uruguay o Costa Rica en los que se supera el 40%.

No deja de llamar la atención que el Perú registre niveles aún más bajos de satisfacción con la democracia que países en dictadura, como es el caso de Venezuela, o países cuyas instituciones han demostrado en los últimos años ser más débiles que las peruanas, como Bolivia o Ecuador.

Los resultados, por supuesto, no son casuales ni caprichosos. El Perú lleva ya seis presidentes en similar número de años, y el penúltimo intentó dar un golpe de Estado antes del colapso de su régimen corrupto. El Congreso se debate, también, entre aprobaciones de un dígito, y la mayor parte de la responsabilidad de su descrédito la tienen los propios congresistas. Los partidos políticos, antiguos y modernos, han sido incapaces de canalizar las visiones, los intereses legítimos y preocupaciones de grupos representativos de personas; se han servido solo a sí mismos y a sus líderes. Y la descentralización no ha servido para acercar el Estado al ciudadano, sino para dificultar la gestión del aparato público y crear más espacios para la corrupción y para el hartazgo de la política. En suma, en la persecución del poder por el poder, los políticos han entrado en una dinámica de destrucción mutua y, a su paso, de cualquier obstáculo institucional en su camino.

Pero la foto actual, fea como es, no es tan importante como la película. ¿Qué futuro político tiene un país que mantiene esta trayectoria? Las recesiones democráticas, se sabe de sobra, tienen amplias posibilidades de derivar en procesos autocráticos o caudillistas, como fueron aquellos períodos de sucesiones presidenciales recurrentes que encumbraron a Evo Morales en Bolivia y a Rafael Correa en Ecuador. Y quizá no sea necesario incluso remontarse a años anteriores. En El Salvador, Nayib Bukele, un mandatario que ha expandido sus propios poderes mucho más allá del marco institucional, cosecha, por lejos, la mayor popularidad regional. La insatisfacción es, pues, un campo fértil para el atropello democrático. Los populistas aspirantes a autócratas del país toman nota con atención.

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