Editorial El Comercio

Cuando el humo de la emergencia actual empiece a disiparse, el nivel de erosión de la actividad económica de los últimos meses será más evidente. El Perú despertará entonces como un país no solo golpeado por la irreparable pérdida de vidas de miles de ciudadanos, sino también por la desaparición de millones de empleos y una gran deuda fiscal. La necesidad de reconstruir será apremiante.

Felizmente, el Perú cuenta con algunos motores –de los que otros países carecen– para retomar la actividad económica a niveles cercanos a los del año pasado. Uno de ellos es sin duda el dinamismo de la agroexportación, sólido incluso en épocas de pandemia. Durante el primer trimestre del año, los envíos del sector agropecuario aumentaron en más de 10% con respecto al mismo trimestre del año anterior.

El otro motor fundamental es la minería. Ningún sector de la economía peruana tiene el potencial para generar tantos ingresos en el país de manera tan rápida como la minería. Esto parecía haber sido entendido por el Gobierno al anunciar que la fase 1 de la reactivación económica comprendía la aprobación de 40 proyectos mineros. Previamente, el Ministerio de Energía y Minas había asegurado que no se descartaba impulsar la reactivación de los proyectos mineros Conga y Tía María, puesto que el país iba a requerir mayores recursos para enfrentar la crisis económica.

Sin embargo, la semana pasada el presidente del Consejo de Ministros, Vicente Zeballos, dio marcha atrás. Según declaró, el proyecto minero Tía María, en Arequipa, no tendría luz verde. “En tanto no se zanje el conflicto social, definitivamente este proyecto no avanzará”, mencionó el sábado. Esta posición había sido expresada meses atrás por el presidente Martín Vizcarra, quien dijo enfáticamente que durante su administración no se iniciaría la construcción del proyecto. Como se recuerda, la inversión de US$1.400 millones fue suspendida de forma arbitraria por el Ejecutivo ante las protestas de grupos locales.

En el contexto de recesión económica profunda y de proporciones históricas, este tipo de decisiones podría bien reconsiderarse. La minería, después de todo, es la actividad con mayor productividad laboral del país (unas 11 veces más alta que la construcción o siete veces más alta que la manufactura, por ejemplo), tiene una cartera de proyectos por casi US$60.000 millones (equivalente a 27% del PBI), y genera ingentes recursos fiscales que son luego distribuidos en buena parte entre los gobiernos subnacionales. La minería formal tiene la ventaja en este contexto, además, de desarrollarse en operaciones relativamente aisladas, en las que puede haber un buen control para reducir el riesgo de contagio entre trabajadores y comunidades.

La suspensión por presión popular de proyectos emblemáticos que habían cumplido con los permisos legales contribuyó fuertemente a la incertidumbre en las inversiones del sector. Hasta hoy esos fantasmas rondan las decisiones de las empresas mineras globales antes de decantarse por apostar por el Perú. Es precisamente por ese motivo que analizar su viabilidad e impulsar nuevos proyectos sería una inyección de confianza –y de recursos– en el momento en que el país más lo requiere. La factura que nos pasará la lucha contra esta pandemia no será barata y el Perú necesitará de todas las fuentes de ingresos a su disposición; ningunear la que podría ser la más significativa es un error soberbio.

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