La captura del excongresista Edwin Donayre, tres días atrás, ha sido mucho más que un episodio policial. La gente ha seguido los incidentes de su detención en Puente Piedra no solo porque las operaciones de cerco a un delincuente que se encuentra prófugo desde hace tiempo (en su caso, eran ya casi seis meses) despiertan siempre curiosidad, sino porque había en ella algo de larga injusticia reparada. Y se trataba, además, de una reparación que excedía los límites de su caso.
Donayre, como se sabe, fue condenado a prisión en agosto del 2018 por el Caso ‘Gasolinazo’, pero el Poder Judicial no pudo ejecutar esa medida durante los siguientes nueve meses porque durante ese tiempo hubo actitudes de dilación y blindaje por parte de otros parlamentarios decididos a que el exmilitar conservase su inmunidad por el mayor tiempo posible.
En nota periodística aparte publicada ayer en este Diario, se consigna minuciosamente la inverosímil peripecia que el pedido para que el sentenciado fuese puesto a disposición de la justicia siguió dentro del Parlamento. Consultas entre comisiones, respuestas demoradas, exigencias de lo que ya había quedado claro que no se podía exigir y reiteradas votaciones salvadoras mantuvieron a Donayre a salvo y produjeron entre la ciudadanía una indignación que tenía que ver con la sensación de que los congresistas se concebían a sí mismos como los miembros de una casta privilegiada. A diferencia de lo que ocurría con cualquier otro peruano que cometía un delito, ellos al parecer estaban exonerados de pagar cualquier culpa.
Y el plural viene a cuento porque el caso de Donayre era solo el más emblemático dentro de un fenómeno que comprendía a legisladores de diversas bancadas y acusados de asuntos tan distintos como falseo de datos en sus hojas de vida, tocamientos indebidos o tráfico de influencias. Todos ellos beneficiados por el casi unánime despliegue de escudos de sus colegas frente a la justicia.
Cuando se haga el recuento de las circunstancias históricas que determinaron que tan poca gente estuviese dispuesta a jugársela en defensa de un Congreso que fue disuelto de forma antojadiza, esta será sin duda una de ellas.
En lo que concierne a la historia de Donayre, cabe recordar finalmente que cuando, en mayo de este año, sus blindadores tuvieron que admitir lo inevitable y aprobaron levantarle la inmunidad, desapareció. Una circunstancia que prolongó la impresión de que había sido cubierto con un manto de impunidad por sus pares.
Es por eso, pues, que la escena que vimos en pantallas hace unos días es tan importante: porque representa el momento en el que esos alevosos escudos cayeron.
Estará en manos del próximo Congreso dejar en claro que, en los casos de delitos comunes o cometidos antes de que fuesen elegidos, los parlamentarios no gozan de inmunidad.
Pero no hay que perder de vista que, en muchos casos (el de Donayre incluido), los partidos que decidieron llevar a personas con problemas legales en sus listas lo hicieron a sabiendas de que eso era así y de que probablemente la curul a la que aspiraban sería esencialmente una forma de sustraerse a la acción de la justicia.
Es claro, en consecuencia, que les cabe a las organizaciones políticas una responsabilidad previa a la de ser severas con cualquier legislador pillado en falta: la de hacer un ejercicio de selección dentro de sus propias filas antes de pedir el voto ciudadano por las personas que postulan bajo sus colores. Sin esa criba, las sanciones serán solo un remedio tardío a un mal que ya se cometió, y la institución congresal seguirá sufriendo el desprestigio que a tan mal puerto la ha conducido esta vez.