El miércoles de la semana pasada, el presidente Pedro Castillo compartió un pronunciamiento de otros cuatro jefes de Estado latinoamericanos en respaldo a Cristina Fernández de Kirchner, quien fue presidenta de Argentina entre el 2007 y el 2015, y actual vicepresidenta y senadora por Buenos Aires. En el comunicado, los actuales mandatarios de Argentina, Bolivia, Colombia y México –todos, a su manera, parte del movimiento de izquierda latinoamericano– condenaban “rotundamente las estrategias de persecución judicial para eliminar a los contrincantes políticos”, en alusión a los procesos judiciales que se siguen a la lideresa peronista.
Cualquiera que esté siguiendo el desarrollo de las investigaciones fiscales a las altas autoridades y su entorno en el Perú y en Argentina notará rápidamente algunas diferencias y varias similitudes entre ambos procesos. Entre las diferencias, quizá las más notables están en las dimensiones de lo imputado por la fiscalía. Mientras que en Argentina el esquema de corrupción habría operado del 2003 al 2015 –es decir, entre los gobiernos de Néstor Kirchner y de su esposa Cristina Fernández–, con aproximadamente US$1.000 millones en agravio del Estado, en el Perú se trataría de una red que empezó a funcionar hace poco más de un año, con sumas de apenas una fracción del monto que reclama el fiscal federal argentino Diego Luciani.
Pero si las diferencias son de cantidad, en las formas se encuentran numerosas coincidencias. Una de ellas sería el aprovechamiento del lugar de origen para lucrar con obras públicas en la zona. Mientras que el entorno del presidente Castillo habría utilizado las redes de Cajamarca –como en el caso de la municipalidad del distrito de Anguía, provincia de Chota–, para la pareja Kirchner el lugar escogido sería la provincia de Santa Cruz, en la Patagonia, de donde eran originarios.
Contar con personas de confianza es clave en este tipo de desfalcos. En el caso argentino, Lázaro Báez, persona cercana a los Kirchner, experimenta una enorme transformación de empleado bancario a magnate del sector construcción en pocos años. Las empresas de Báez se hicieron con casi el 80% de los contratos relacionados a caminos en el período 2003-2015, de los cuales dejaron abandonados cerca de la mitad. En el Perú, los roles de testaferros de los hermanos Espino Lucana en el posible entramado de corrupción desde Palacio de Gobierno aún están por comprobarse, pero su confesión sincera es clara.
Pero sin duda la característica en común más resaltante de ambos casos es que, según los procesados, las imputaciones son un complot en su contra orquestado por sus adversarios políticos, la fiscalía y los medios de comunicación. Según Fernández, ella se halla “ante un pelotón de fusilamiento mediático-judicial”. No obstante, la verdad es que las pruebas en su contra son sumamente contundentes, con enriquecimientos astronómicos propios y de allegados en tiempo récord, negocios hoteleros e inmobiliarios imposibles, y señales claras de interferencia en las investigaciones fiscales.
En caso de que resultasen ciertas las acusaciones del fiscal Luciani, la desfachatez de Fernández no estaría solo en las décadas de corrupción y malas prácticas, sino en la polarización y el desgaste de las instituciones que genera hoy en la sociedad argentina para negar sus culpas. Estados Unidos, por ejemplo, vive una experiencia similar tras la presidencia de Donald Trump y su constante ataque a la prensa, políticos rivales y organismos estatales. Mientras Fernández batalla en las cortes (y su proceso posiblemente tarde algunos años luego de las apelaciones), el legado de erosión y desconfianza institucional que dejará puede ser incluso más nocivo que su enriquecimiento ilícito.
En el Perú debemos tomar nota.