Editorial El Comercio

No es fácil recordar la última que el país disfrutó en un espíritu de relativa calma. Si el año pasado transcurrió en medio de acusaciones de corrupción contra el expresidente y el fallido primer intento de vacancia pocas semanas antes, la Navidad anterior a esa tuvo como marco la emergencia sanitaria y la presencia de Francisco Sagasti como jefe del Estado luego del breve y tumultuoso período de Manuel Merino. Y un año antes, en el 2019, durante las cenas navideñas se discutían las elecciones parlamentarias extraordinarias a realizarse al mes siguiente como consecuencia del cierre del Congreso por parte del entonces mandatario Martín Vizcarra.

En la Navidad del 2022, el país continúa con la triste tradición de un escenario político convulso. La división nacional –promovida principalmente por Castillo y sus adláteres– marcó un año lleno de enfrentamientos que profundizó las brechas entre peruanos. Para el Perú, el simbolismo que podía representar el profesor rural convertido en presidente –una potencial historia de éxito de la democracia, la inclusión y la prioridad de la educación– fue grotescamente desfigurado en un asalto al presupuesto público, a las instituciones, a la prensa y, eventualmente, a la democracia misma.

Sus elecciones de titulares de la Presidencia del Consejo de Ministros sembraron aún más división, sobre todo en los casos de Guido Bellido, Aníbal Torres y Betssy Chávez. Estos ayudaron al entonces presidente a construir una narrativa que, lejos de buscar coincidencias y espíritu común entre peruanos, antagonizaba a ricos contra pobres, a Lima contra el resto del país, etc. El estilo populista y maniqueo tenía el mismo tono de aquellos que han destruido a países cercanos mediante la eficaz estrategia política de buscar enemigos en los otros. A la fecha, la salida de Castillo lleva como saldo la terrible pérdida de más de 20 vidas, cientos de heridos –incluyendo a más de 200 policías– y cuantiosos daños materiales.

Por supuesto, el gobierno anterior no fue el único responsable de la polarización. El Congreso –liderado por una oposición que por momentos se notó perdida y por momentos de espaldas al país– contribuyó al hartazgo de la clase política. Diversos grupos de intereses, incluyendo ilegales, buscaron influir sobre las decisiones de política y avivar la confrontación para beneficio propio. Allí están el primer paso para desmantelar la reforma de la educación universitaria y su desfachatado interés en amnistiar multas a los conductores que día a día ponen en peligro la vida de cientos de peruanos sobre los que nos hemos pronunciado desde esta página en los últimos tres días como ejemplos de esta conducta.

En medio de todo, y a duras penas, el país parece haber encontrado en los últimos días una salida pacífica y ordenada al difícil trance en el que lo puso el encarcelado golpista. Aún es pronto para dar por superada la violencia reciente, pero el diálogo con actores claves, el adelanto de elecciones y la acción de las fuerzas del orden deberían contribuir a estabilizar la situación en las próximas semanas. Le queda ahora a la presidenta Dina Boluarte y a su equipo demostrar que su gobierno no tendrá como único norte durar hasta mediados del 2024, sino sobre todo devolverle al aparato público la institucionalidad que perdió con Castillo, y al país, la confianza en sus principales autoridades.

Estas fiestas, y esta semana de pausa luego del caos desatado desde la vacancia presidencial, deben servir para reflexionar sobre lo que nos llevó a esta situación y, quizá, sobre cómo prevenir que este escenario se repita. Los ciudadanos peruanos merecemos paz, libertad y prosperidad. Ya viene siendo momento de que –luego de mucho tiempo– la clase política permita que el Perú disfrute de una Navidad en espíritu de familia, sin las divisiones que ambiciosos e inescrupulosos han buscado sembrar entre nosotros.

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