“El puente hacia ninguna parte” es el nombre con el que se popularizó la construcción que dos parlamentarios del Estado de Alaska propusieron al Congreso norteamericano para unir la alaskeña ciudad de Ketchikan, de menos de 15.000 habitantes, con la isla de Gravina, donde vive un centenar de personas y donde se encuentra el aeropuerto de Ketchikan. El puente iba a costar entre US$300 y US$400 millones de dólares e iba servir para suplir al ferry que actualmente une Gravina con Ketchikan en un promedio de 15 minutos. De más está decir que no había manera alguna de volver al puente un proyecto económicamente racional. Sin embargo, el puente llegó a ser parte de un proyecto de ley gracias a la acción de estos congresistas. Después de todo, el dinero no saldría de sus bolsillos, sino de los de los contribuyentes norteamericanos. Y los habitantes de Ketchikan, claro, habrían quedado muy agradecidos con estos dos parlamentarios. Además, siempre es bueno mencionarlo, había algunas importantes empresas que se hubieran podido beneficiar enormemente del proyecto y que estaban apoyando a los aludidos parlamentarios con sus lobbies (si el puente iba a “ninguna parte” no tenía por qué ser su problema: ellas igual cobrarían al Estado por su construcción).
Pues bien, salvando las distancias, bien podría ser que nuestro gobierno esté a punto de comprometernos en un “gasoducto hacia ninguna parte”: el Gasoducto Sur Peruano, para el que este jueves presentaron sus propuestas dos consorcios de empresas, y cuya buena pro se entregaría el lunes. Se estima que el proyecto, que atravesará más de mil kilómetros de selva, sierra y costa, costará US$4.000 millones.
¿Por qué se asemeja el gasoducto al puente hacia ninguna parte? Por varias cosas. Primero: no existe en el sur peruano, ni de cerca, suficiente demanda de gas como para hacer económicamente razonable la construcción del viaducto. Segundo, como resultado de lo anterior, la viabilidad del gasoducto la costearemos los contribuyentes peruanos, con una subida en nuestras tarifas eléctricas que servirá para pagar, año a año, a las empresas concesionarias del proyecto, mientras estas no tengan suficiente demanda de gas como para que la inversión en la infraestructura les resulte rentable. Tercero, quien lo ha impulsado –el gobierno de Humala– está apuntando con él a una región en la que podría cosechar grandes réditos políticos: no olvidemos que el sur andino solía ser el baluarte electoral del presidente. Cuarto, hay varias importantes y conocidas empresas que aspiran a sacar grandes beneficios de este proyecto.
Hay, pese a todo lo anterior, una gran diferencia entre el gasoducto y el puente Ketchikan-Gravina: el gasoducto sí tiene una forma de alcanzar viabilidad económica. Por ejemplo en Chile, donde hay un gran déficit de fuente de energía, existe la demanda para hacer que el gasoducto sea rentable de una manera real – y no a costa de imponer una especie de impuesto ad hoc a los contribuyentes peruanos. De hecho, el vecino país ha hecho saber ya varias veces su interés en adquirir gas peruano y puede pagar muy buenos precios por ello: hoy Chile tiene que importar gas de lugares tan lejanos como Argelia.
No obstante lo anterior, el proyecto no parece contemplar la posibilidad de la venta de gas a Chile, siguiendo la línea instaurada por el presidente Humala cuando dijo que solo le vendería gas a Chile cuando ya se hubiese consolidado y desarrollado el mercado peruano. Una línea, esto es, que pone la carreta adelante del caballo: lo que tendría lógica más bien es aprovechar la demanda chilena para desarrollar a costos competitivos la infraestructura gasífera del sur del Perú. Eso tendría que ser el “nacionalismo” bien entendido: el que hace todo lo que está a su alcance para que la nación pueda sacar el mayor provecho posible de los recursos que tiene. Pero, claro, imaginamos que empieza a dar lo mismo a quién se pone adelante, caballo o carreta, cuando se puede hacer que sea el contribuyente el que cargue con todo.