"De acuerdo con el último reporte del Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), solo en Lima se habrían perdido más de 1,2 millones de empleos en el período entre febrero y abril de este año".  (Foto: Rolly Reyna Yupanqui /Archivo El Comercio)
"De acuerdo con el último reporte del Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), solo en Lima se habrían perdido más de 1,2 millones de empleos en el período entre febrero y abril de este año". (Foto: Rolly Reyna Yupanqui /Archivo El Comercio)
Editorial El Comercio

Entre las innumerables consecuencias económicas de la actual crisis, sin duda las más duras son la pérdida de empleos y el regreso a la pobreza que implicará para muchas familias peruanas. De acuerdo con el último reporte del Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), solo en Lima se habrían perdido más de 1,2 millones de empleos en el período entre febrero y abril de este año. Eso equivale a uno de cada cuatro trabajadores de la capital. De estos, 912.700 puestos se cortaron en empresas de menos de 10 trabajadores.

La dimensión de la caída, por supuesto, no tiene parangón en las estadísticas desde que se lleva registro oficial. De hecho, casi cada nuevo informe respecto del impacto del virus y de las medidas de contención trae consigo niveles nunca vistos de cualquier variable económica que se mida. De un tiempo a esta parte esto se ha convertido en lo usual. Sin embargo, lo particularmente importante de las cifras de empleo es que –a diferencia de estimados difíciles de asir como el PBI o las exportaciones– son la dimensión económica más directa y cercana al día a día de las familias.

El rápido y fortísimo deterioro del mercado de trabajo tendrá, necesariamente, consecuencias sobre las cifras de pobreza e informalidad de este año. Estimados preliminares apuntan a incrementos de la pobreza de 8 puntos porcentuales –lo que nos haría retroceder aproximadamente una década en esta lucha– y una subida de la informalidad laboral en 10 puntos –para dejar la tasa de informalidad en un nivel cercano a 80%–. Lo construido con el esfuerzo de décadas por cientos de miles de familias peruanas podría volver a cero.

No obstante, desde el lado del Gobierno, queda en ocasiones la sensación de que no todos los ministerios están midiendo correctamente la descomunal dimensión del problema que tienen entre manos. Los requisitos y plazos para la operación de negocios formales inciden e insisten en la típica sobrecarga burocrática, en ocasiones arbitraria, que exhibe el sector público en contra de la actividad privada en situaciones normales. En un contexto de crisis profunda, sin embargo, el daño potencial que esta actitud puede generar sobre un tejido empresarial debilitado es inconmensurable. Para muchos, la salida obvia será la transición hacia la informalidad, con los riesgos agregados a la salud de los trabajadores que ello implica.

En particular, los ministerios de Trabajo y Promoción del Empleo, de la Producción, y de Salud –cada uno con sus matices– se han mostrado poco flexibles para tomar medidas que permitan reactivar la economía de manera segura y oportuna. El primero, con la insistencia en la rigidez laboral que ha caracterizado al sector, y al ministerio, por décadas. El segundo, con disposiciones antojadizas y propias de una economía planificada sobre cuándo, quién y cómo se puede operar. Y el tercero, con protocolos de salud que guardan poca relación con la capacidad real que tienen las pequeñas y microempresas formales de cumplirlos.

El resultado de este coctel es obvio. La crisis económica que de todos modos iba a llegar tendrá efectos amplificadores sobre las empresas formales y el empleo debido a políticas inadecuadas. Los resultados empiezan ya a saltar a la vista. El Gobierno tiene todavía la oportunidad de pasar a la historia como uno que defendió la vida y la economía de los peruanos en los momentos más difíciles, pero esa ventana se le está cerrando rápidamente.