Desde hace décadas, el mundo –con Estados Unidos a la cabeza– viene siendo moldeado por las políticas del Consenso de Washington. Más acuerdos comerciales internacionales, más inversión que atraviesa fronteras y, en general, cada vez más integración global. Se llegó a pensar que la democracia liberal y los mercados abiertos eran el “fin de la historia”, el mejor sistema posible para el cual ya no cabía vuelta atrás sino apenas perfeccionamientos. La reciente elección de Donald J. Trump como presidente de Estados Unidos bien puede probar como falsa esa tesis y marcar, de plano, el fin de una era.
Los síntomas que explican esta elección podían leerse en el panorama internacional. El voto de salida del Reino Unido de la Unión Europea quizá anticipaba un resultado sorprendente a favor de las fuerzas antiglobalizadoras en Estados Unidos, del mismo modo como la increíble victoria del candidato republicano ahora podría anticipar el fortalecimiento de los movimientos nacionalistas en Europa. Francia está en la mira.
Pero los síntomas estaban también dentro de casa. La división racial y la animosidad en contra de las minorías –siempre presentes en la sociedad estadounidense– salieron del oprobio social en que se hallaban para encontrar un canal de expresión y, sobre todo, de legitimización en el discurso del señor Trump. Envalentonada, la llamada “derecha alternativa” –que no era sino un eufemismo para grupos intolerantes y racistas– ganó espacio y aceptación en el discurso colectivo.
Las actitudes xenófobas –y en ocasiones abiertamente racistas como en el caso del juez de ascendencia mexicana que el señor Trump atacó– no fueron las únicas muestras de divisionismo e intolerancia. La cosificación de la mujer y las denuncias de acoso sexual también fueron una constante en la trayectoria del candidato.
Y si bien esta narrativa sectaria, misógina y anclada en prejuicios injustificados fue sin duda un catalizador de buena parte del voto republicano, el combustible principal fue el hartazgo de sectores de la población con el ‘establishment’ político, intelectual y mediático que –entendían estos desencantados– los había incluido en un proceso de globalización en el que creían que solo podían salir perdedores. La respuesta del señor Trump fue ofrecerles un remedio peor que la supuesta enfermedad: un proteccionismo de viejo cuño que aislaría a Estados Unidos del resto del mundo y le restaría influencia en los asuntos globales. Y los estadounidenses lo compraron.
Si algo en común tienen todas estas posturas es su corte intolerante ante un mundo moderno –integrado y cada vez más inclusivo–, y que ofrece la oportunidad a demagogos como el señor Trump para atizar los miedos de la población frente al cambio y frente al “otro”. Y aun cuando se abrigue la esperanza de que el presidente Trump modere su actitud en la Casa Blanca, no deja de ser alarmante que el discurso del Trump-candidato sea el que lo haya colocado ahí.
Responsabilidad aparte merecen, por supuesto, las élites políticas, mediáticas e intelectuales que –de un tiempo a esta parte– parecen haber perdido la conexión con el ciudadano de a pie y la capacidad de comunicar que los beneficios de una sociedad integrada entre sí y con el mundo siempre superarán los costos.
Contrariamente a lo que se pueda pensar, el señor Trump no era un candidato de derecha. Era un candidato que renegaba del libre mercado, el libre comercio y el libre tránsito de las personas, en fin, de la historia moderna de Estados Unidos como un agente clave en la integración global y en la promoción de los derechos individuales. Era un candidato que alcanzó la nominación del Partido Republicano fomentando miedos y odios. Hoy ese candidato es el presidente de la única superpotencia global. Quizá no estemos en el fin de la historia después de todo.