Hace una semana los representantes de 21 organizaciones políticas, inscritas en su mayoría para participar en las elecciones parlamentarias de enero próximo, firmaron una nueva versión del Pacto Ético Electoral. Se trata de un acuerdo que los distintos partidos o alianzas que han participado en los sucesivos comicios celebrados en el país desde el 2006 han venido suscribiendo sistemáticamente con la idea de comprometerse, en esencia, a desarrollar una campaña limpia y leal con los adversarios, en la que se eviten los ataques personales y los insultos, y se privilegie más bien la contraposición de ideas y programas.
La historia política de los últimos 14 años, sin embargo, ha demostrado que existe una notable diferencia entre firmar un pacto de esa naturaleza y cumplirlo. La verdad es que, no bien se llega a la parte más intensa de las campañas, el acuerdo se transforma invariablemente en letra muerta y las viejas prácticas de descalificación al rival por razones que nada tienen que ver con el contraste entre las ofertas electorales reaparecen. Para no retroceder demasiado en el tiempo, pensemos, por ejemplo, en el proceso del 2016 y las alusiones a postulantes que supuestamente no habían hecho “nada en su perra vida” o en sentencias como “hijo de ratero es ratero también”: exabruptos que hicieron parecer aquella contienda una reyerta callejera, antes que un alturado intercambio de puntos de vista contrastantes.
Y aunque no capten tanto la atención de la ciudadanía como los cruces de injurias entre los aspirantes presidenciales, entre los candidatos al Parlamento también suelen menudear las pullas (a veces dentro de una misma lista, a raíz de la lucha interna por los votos preferenciales). Nada hace suponer, por lo tanto, que la naturaleza exclusivamente congresal de las elecciones a las que nos acercamos sea una garantía de que no asistiremos esta vez a los excesos de siempre.
En esta ocasión, las organizaciones firmantes se han comprometido específicamente a “descartar cualquier tipo de violencia, agresión, acoso, insultos y ataques personales”, a fin de garantizar “un clima transparente y pacífico en torno al proceso electoral”, y a otros 13 propósitos más. Pero, a pesar del aparato desplegado en torno a la ceremonia, nadie cree realmente que eso bastará para que la urbanidad reemplace a la camorra en las semanas y meses venideros. Acostumbrados como estamos a que la palabra de los políticos valga poco, los futuros votantes parecemos resignados a esperar el inicio de las hostilidades.
Esa resignación, no obstante, es absurda. En medio de los afanes de renovación con los que muchos partidos llegan a estas elecciones, no resulta descabellado exigirles a los firmantes del acuerdo y a quienes están llamados a vigilar su cumplimiento –el Tribunal de Honor del Pacto Ético Electoral– que el compromiso adquirido no sea un enésimo saludo a la bandera.
En vez de extender la lista de buenas intenciones con exhortaciones sobre la manera en que se deben confeccionar las listas, quienes promueven el pacto deben procurar que por fin se atienda cabalmente la primera de ellas: la de unos comicios sin guerra sucia.
Para ello, por supuesto, es menester que exista un procedimiento establecido y conocido de denuncia ante la opinión pública de quien viole las reglas convenidas. Hablamos, lógicamente, de algo más que una declaración reprobatoria de alguno de los miembros del tribunal de honor a un medio. ¿No es imaginable acaso un pronunciamiento orgánico de esa instancia que al final pueda pesar en los ciudadanos a la hora de acudir a las ánforas? Si la falta se produce en el terreno de la procura de votos, la sanción también debería circunscribirse a ese ámbito.
Se trata, en suma, de forzar a los políticos a honrar su palabra y hacer de este ritual con 14 años de tradición por fin un instrumento útil. De lo contrario, nos encontraremos una vez más frente a lo que bien podría denominarse el pacto de los montes.