No todos los impuestos fueron creados iguales. Los más tradicionales, como el IGV o el Impuesto a la Renta, tienen la finalidad de recaudar fondos que luego el Estado puede usar en servicios públicos como seguridad ciudadana o carreteras. El diseño de estos impuestos se hace, por lo general, intentando interferir lo menos posible con las decisiones libres de las personas y empresas que los pagan.
El Impuesto Selectivo al Consumo (ISC) es distinto. Su finalidad no está tanto en generar recursos para el fisco, sino en desanimar una conducta considerada perjudicial o que tiene efectos negativos sobre el propio consumidor o sobre el resto de la sociedad. Esa es la justificación para gravar con ISC las bebidas azucaradas, el alcohol, los cigarrillos, entre otros.
En el caso del ISC al combustible, en el Perú sucede algo curioso. La semana pasada se publicó el Decreto de Urgencia 012-2019, a través del cual el Gobierno dispuso la devolución del 53% del ISC del diésel B5 y el diésel B20, dos de los combustibles más contaminantes. Como consecuencia, hoy las gasolinas que tienen menos impacto negativo en la calidad del aire pagan más impuestos que los combustibles más nocivos. En otras palabras, exactamente lo opuesto a lo que la lógica del ISC demanda.
La explicación oficial del Gobierno para este despropósito es francamente inverosímil. El citado decreto tiene como objetivo “establecer medidas para fortalecer la seguridad vial y reducir la accidentabilidad en la prestación del servicio de transporte terrestre regular […] mejorando las condiciones de calidad y seguridad del transporte en beneficio de la población”. Su única medida para lograrlo, sin embargo, es devolver la mayor parte del ISC a los transportistas de personas y de carga. ¿Bajo qué mecanismo, exactamente, se traduce una reducción del ISC en mejor seguridad vial? Eso es algo que ha quedado sin mayor explicación.
La justificación real de esta disposición debe buscarse fuera del terreno técnico y dentro del político. Como se recuerda, el año pasado el Gobierno elevó el ISC a la mayoría de bienes afectos a este impuesto. Ante la amenaza de un paro de transportistas en respuesta al incremento del diésel, el ministro de Transportes y Comunicaciones de entonces, Edmer Trujillo –quien hoy ocupa nuevamente la cartera–, accedió a devolver el impuesto. El Ejecutivo optó por ceder antes que enfrentar un potencial conflicto.
El impacto sobre las políticas medioambientales es obvio. Subsidiar implícitamente los combustibles más contaminantes es un sinsentido ecológico, pues incentiva el uso de hidrocarburos nocivos y retrasa la adopción de tecnologías más limpias. Igual de preocupante, sin embargo, es la erosión de la seriedad del sistema tributario nacional. Si una de las principales fortalezas económicas del Perú es su responsabilidad macroeconómica, comprometer impuestos por presiones políticas es exactamente lo contrario. El costo anual de este decreto será de casi S/100 millones por año.
La disposición del Ejecutivo ratifica la imagen de un gobierno que, puesto a decidir entre, de un lado, una alternativa responsable pero impopular o, de otro, una opción que pone en cuestión la predictibilidad de las políticas públicas pero evita conflictos, elegirá lo segundo.
Si bien la administración del presidente Vizcarra ha logrado mantener los lineamientos macroeconómicos básicos del país, la institucionalidad pública se pone en riesgo cada vez que se toma una decisión antitécnica basada en presiones populares y, más aún, cuando se camufla bajo explicaciones poco creíbles.