Editorial El Comercio

, destacado periodista y colaborador de la de este Diario, falleció trágicamente el lunes 1 de mayo, en el mar del Callao, luego de precipitarse súbitamente al agua desde la embarcación en la que se encontraba a bordo por motivos laborales. Su partida, tan sentida para todos aquellos que lo conocieron, ha vuelto a recordar la bomba de tiempo que es el turismo informal en nuestro país que cada tanto desemboca en alguna tragedia que pudo haberse evitado. La que acabó con la vida de Luis no fue la excepción.

Él había sido contratado por una agencia de turismo para realizar un reportaje sobre los paseos recreativos en el lugar. Se hallaba acompañado por otras tres personas, entre las que se encontraba el camarógrafo (quien le contó a la prensa los detalles de lo ocurrido), a bordo de una lancha desde la que iban registrando el recorrido de otra embarcación mucho más grande. A la altura de la isla El Frontón, el bote de Luis se quedó sin gasolina, por lo que tuvo que ser remolcado por la otra unidad. Cuando este proceso se llevaba a cabo, sin embargo, el fuerte oleaje y los vientos provocaron que la lancha remolcadora se volcara, la soga que unía ambas embarcaciones se rompiera y el bote remolcado zozobrara, lanzando a Súclupe y a Miranda al mar, del que este último ya no salió con vida.

Como ha informado , la muerte del periodista no fue producto de la mala fortuna. Fue el corolario de una cadena de fallas que pudo haberse cortado a tiempo si las autoridades hubieran hecho su trabajo. Para empezar, como ha señalado el capitán del puerto del Callao, Harry Chiarella, las dos embarcaciones que protagonizaron el accidente eran informales y no tenían permiso para zarpar. Esta autorización no es poca cosa porque viene condicionada a la verificación de que, por ejemplo, los botes no lleven a más personas de las que deberían, contengan chalecos salvavidas suficientes para todos los pasajeros y las condiciones atmosféricas sean las adecuadas. Ninguna de estas tres condiciones parece haberse cumplido en este caso.

La embarcación que se volteó, por ejemplo, trasladaba a 16 personas cuando su aforo máximo era de 12. Este sobrepeso, aunado al oleaje anómalo que motivó por la Dirección de Hidrografía y Navegación de la Marina de Guerra para el día del siniestro, habría provocado el vuelco de la lancha. Luis Miranda, por su parte, no llevaba puesto el chaleco que podría literalmente haberle salvado la vida, aunque no se sabe si porque no tenía uno a la mano o porque nadie se lo exigió (en cualquiera de los dos casos, una negligencia evidente).

Por otro lado, Chiarella ha recordado que las embarcaciones que realizan estos tours suelen ser más grandes que las siniestradas, y que la empresa a cargo del recorrido no tenía permiso para brindar servicios turísticos, como venía haciendo. Si a esto le sumamos lo inaudito que resulta que una de las lanchas se quedara sin combustible en pleno trayecto, que la soga con la que trataron de remolcarla no era la adecuada para esa labor y que en la víspera otra embarcación se había volcado en la zona, la fatalidad estaba servida.

Han pasado casi seis años desde que un bus se descarrilara y parece que no hemos aprendido la lección. En aquella ocasión, como se recuerda, la falta de fiscalización de parte de las autoridades de un vehículo que increíblemente había recibido los permisos para brindar el servicio turístico, pese a que había sido para llevar a más pasajeros de los que debía, causó un accidente que terminó con 10 fallecidos, más de 50 heridos, una persona en prisión (el chofer del bus) y una empresa multada por más de S/1,8 millones por las normativas que había infringido.

Así, parece ser solo cuestión de tiempo para que otro servicio turístico informal se convierta en el epicentro de una nueva tragedia tarde o temprano. Salvo, claro está, que las autoridades empiecen a tomarse en serio su labor de fiscalización para evitar que más personas mueran por la informalidad.

Editorial de El Comercio

Contenido Sugerido

Contenido GEC